Por: P. Edgardo Guzmán, CMF
Roma, Italia
20/05/25

     Vivimos en sociedades donde las voces, opiniones infundadas o verdades parciales y manipuladas crecen y se difunden gracias a las tecnologías de la información y comunicación (Internet, redes sociales, inteligencia artificial, etc.). Más que buscar un conocimiento objetivo y verificado, muchas veces se pretende manipular emociones y sentimientos para influir en la opinión pública, incluso en detrimento del bien común y dejando en vulnerabilidad a muchas personas. No es raro encontrar informaciones sin verificar, alimentadas solo por quienes piensan igual, ignorando verdades incómodas o desinteresando a quienes no quieren ver.

En este contexto, el testimonio de Monseñor Romero resuena con fuerza profética. Para él, la verdad no era negociable ni abstracta: era el grito de los pobres, la denuncia de las injusticias, la defensa de los derechos humanos. Su compromiso como pastor no podía separarse de una lectura crítica y evangélica de la realidad. Romero ejerció su inteligencia como un acto de cuidado: cuidado por su pueblo, por la dignidad humana, por la fidelidad al Evangelio.

Fue muy claro cuando denunció la manipulación mediática en su contexto: “Es lástima tener unos medios de comunicación tan vendidos a las condiciones. Es lástima no poder confiar en la noticia del periódico o de la televisión o de la radio porque todo está comprado, está amañado y no se dice la verdad.” (Homilía del 2 de abril de 1978). Su crítica no era un rechazo a los medios, sino un llamado a su conversión ética, al servicio de la verdad y de los más vulnerables.

     Por eso, su palabra profética se convirtió en un blanco a silenciar. La persecución a su labor comunicativa fue constante. Tras el último atentado contra la emisora YSAX, Monseñor Romero denunció: “Ese último atentado a la YSAX volvió a poner en evidencia el más grande equívoco histórico de los enemigos del pueblo: dañaron la radio del arzobispado, privaron a la Iglesia de un medio importante de comunicación, pero perjudicaron más a los desamparados de la ley, a los oprimidos, pues les quitaron uno de los pocos medios de información veraz en este país, con una prensa obsecuente, desinformadora, por su propia naturaleza oligarca.” (Homilía del 9 de marzo de 1980). Así, quedó claro que su voz —y los medios que la amplificaban— eran incómodos para los poderes que pretendían dominar el relato público.

Desde una fe profunda, supo conjugar razón y espiritualidad, oración y análisis, denuncia y propuesta. Su lucidez para interpretar los signos de los tiempos se enmarcaba en la clave del Reino: no bastaba observar la realidad, había que dejarse tocar por ella y actuar en consecuencia. Para Romero, el estudio de la realidad —desde la Palabra de Dios y desde las ciencias sociales— era un deber pastoral, una expresión de amor a su pueblo: “Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El Evangelio me impulsa a hacerlo, y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte.” (Homilía del 14 de mayo de 1978).

La oración alimentaba su discernimiento; la reflexión rigurosa fortalecía su voz; la escucha de los pobres orientaba sus decisiones. En su magisterio, se percibe cómo el pensamiento crítico no buscaba formar élites intelectuales, sino una conciencia comprometida, capaz de transformar estructuras injustas desde la raíz.

Frente a un “mundo de la información líquida, de la post-verdad y de las noticias falsas”, Monseñor Romero advertía con fuerza: “No todo lo que está en el periódico, no todo lo que se ve en el cine o en la televisión, no todo lo que nos dice la radio, es verdad. Muchas veces es precisamente lo contrario, la mentira.” (Homilía del 7 de mayo de 1978). Esta afirmación mantiene hoy toda su vigencia ante la proliferación de contenidos manipulados y el uso irresponsable de las redes.

Monseñor Romero entendió que el conocimiento, cuando se pone al servicio de la vida y de la dignidad de cada ser humano, abre caminos de esperanza. Por eso, animaba a pensar, estudiar, dialogar, construir comunidad. Su fidelidad al pueblo no fue populismo ingenuo, sino compromiso valiente y lúcido, que integraba oración, análisis, memoria, escucha y profecía.

Hoy, en un entorno saturado de ruido, desinformación y banalización, su ejemplo nos recuerda que la inteligencia es también una forma de amor y de cuidado. En él, el pensamiento fue camino de justicia. La fe, una fuerza transformadora. Y la verdad, una exigencia ineludible del amor cristiano.