Por: Edgardo Guzmán CMF
Roma, Italia
18.6.2024

     El mes de junio está caracterizado por las celebraciones del Sagrado Corazón de Jesús y del Corazón de María. El corazón en sentido bíblico es lo que define al ser humano: su centro, su unidad profunda, la conciencia, el lugar donde se toman las decisiones, la fuente de lo humano. Por ello, cuando definimos la realidad del misterio del Hijo de Dios con el término “corazón” está implicada su libertad, su unidad interior, las coordenadas que dan sentido a su hablar, al sentir, a su acción, al donarse, al compartir.

Al referirnos al Corazón de Jesús o del Corazón de María, no se debería entender una simple devoción o una manifestación de “mística popular”. Nos referimos a un tipo específico de corazón, al corazón de una persona verdaderamente realizada, que nos remite a la verdad del corazón de Dios, o a la verdad de Dios como corazón, como expresa el profeta Oseas: «Mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas» (Os 11,8).

En este sentido, con “corazón” se entiende no una parte del cuerpo, ni una parte del todo, sino el centro originario que da unidad a todo. Por ello, hablar del Corazón de Jesús o del Corazón de María es hablar de un punto de vista que sintetiza una experiencia donde se revela la misericordia y la compasión de Dios. Como nos recuerdan los textos bíblicos que acompañan estas celebraciones litúrgicas. Se nos invita a contemplar «el costado atravesado por la lanza» (Jn 19,34) y en Él a todos aquellos que siguen siendo víctimas de la injusticia, la violencia y la muerte. Los que siguen siendo atravesados por las lanzas de la indiferencia, la envidia, el orgullo, el egoísmo.

     En la espiritualidad bíblica encontramos una invitación constante a pasar de un corazón de piedra a un corazón de carne. De un corazón que se encierra en su propia obstinación a un corazón que hace suyo el sentir de Dios, su pathos, esa capacidad divina para experimentar y compartir el sufrimiento humano. Ver a Dios desde su corazón nos invita a los creyentes a descubrirlo, no solo desde el poder y la grandeza, sino como un ser profundamente empático y amoroso, que comparte nuestras luchas y dolores.

De ahí, la necesidad de aprender a cultivar nuestra espiritualidad cordimariana, para aprender con María, que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).