Pesé, Provincia de Herrera, Panamá; 19 de marzo de 2023.
Por: Maestra Marvin Zulema Mendoza
De niña era sumamente callada, al punto que mi maestra abiertamente le expresó a mi madre, las pocas posibilidades que tenía de alcanzar una profesión; y en ese silencio que duró toda la primaria y secundaria fue creciendo mi deseo de ser docente, bien dicen que “Dios escribe recto en renglones torcidos”.
Con muy pocos recursos comienzo mis estudios universitarios y logro graduarme de Licenciada en educación primaria, Profesora en Educación y otros títulos más en la búsqueda de aprender y entender a mis futuros estudiantes.
Mi primera experiencia confirmó mi vocación. Trabajé en Llano Abajo de Guararé, en una escuela multigrado. Recuerdo la alegría de los niños, sus detalles que iban desde una rica tortilla con bistec picado que mandaba mamá para la maestra, hasta la sandía, el melón o el tomate que los propios niños cosechaban como parte de su trabajo para ganarse unos reales y ayudar en sus casas.
En este andar trabajé en una escuela particular, en la Nocturna Oficial de Chitré, en el sistema penitencial, en el Palmar de Olá (una comunidad en las montañas de Penonomé, cerquita del cielo). En la actualidad laboro en el Ciruelito de las Cabras de Pesé, en una escuela multigrado.
En todos esos lugares he visto muchas necesidades materiales y emocionales.
A mi juicio nuestra profesión debe llevarnos a transformar de algún modo el espacio físico y espiritual a nuestro alrededor, aquí no se vale decir “Pobrecitos”, tienes el deber de hacer algo por ellos, tus estudiantes. Y ese algo no tiene nada que ver con bellos discursos, sino con acciones, es querer a tus alumnos, es creer en tus alumnos.
Cuando en mi caminar como maestra veo las pocas posibilidades que tienen algunos niños para aprender, pero de repente logran hacerlo, generalmente digo: “no soy yo, es Dios”, en ese sentido recuerdo a mi mejor lectora, una niña cuya madre nunca aprendió a leer, su madre estaba tan enferma que no podía guiarla en sus estudios.
También recuerdo a Alexander, un niño de primer grado que cayó de un caballo, quedando en coma. En aquella ocasión desde el centro educativo nos unimos en oración y aunque nadie de la comunidad podía acompañarlo, la solidaridad se extendió hasta la capital para ayudar a los padres del niño con ropa y comida. Hoy, Alexander es un adolescente que continúa estudiando.
Mis estudiantes, han hecho de mí una mejor persona, muchos de ellos colaboran con mis proyectos en pro de una educación digna para todos, además son la fuente de inspiración para los más pequeños.
Desde este espacio que me regalan quisiera decirles a mis estudiantes, que han dejado una huella indeleble en mi corazón, que sus miradas se grabaron en mi mente, que los amo y que siempre seré su maestra.