Panamá, 11 de Noviembre de 2014
A mis hermanos de Provincia
Un saludo fraterno desde estas tierras panameñas, esperando que el amor de Dios manifestado plenamente en su Hijo Jesús, muerto y resucitado, cuyo seguimiento constituye nuestra regla suprema, siga impulsando nuestro ser y hacer misionero al estilo de Claret en estas tierras centroamericanas.
Quisiera compartir con todos ustedes mi particular circunstancia de vida misionera. De hecho, no la conforman los compromisos pastorales, las visitas a las comunidades, las reuniones comunitarias, ni mucho menos los retiros mensuales o bien, los días lunes dedicados al descanso. Hoy llevo una rutina totalmente distinta: levantarse, oración, Eucaristía, tiempos de las comidas y un prolongado ocio, en medio del compartir la vida con mis hermanos enfermos y ancianos, unos lúcidos, alguno perdido, uno postrado, pero todos viviendo un tiempo en que la misión tiene otras connotaciones. Ciertamente hay un dejo de nostalgia en estas palabras, pero al fin y al cabo es la realidad que me toca vivir y por ende no ajena al proyecto de Dios sobre mi existencia.
Después de pasar un largo tiempo de convalecencia y fisioterapia en Costa Rica, como resultado de una segunda operación de mi brazo izquierdo, fracturado dieciséis años atrás en un accidente de tránsito en Honduras, parece ser que esa misma circunstancia me pasa una nueva factura. La doctora que atiende a mis hermanos claretianos en la casa, me hizo ver que mis problemas de memoria, manifiestos en Guatemala y Nicaragua, mis dos últimos destinos, obedecían al fuerte golpe que sufrí en ese hecho, haciéndome perder el conocimiento durante algunos minutos. Ha sido un proceso latente que ahora se viene manifestando. El camino a seguir ha sido un tratamiento a base de medicamentos, unido a dieta, ejercicio físico y mental. Como resultado de ello pude notar una mejoría en mi estado general de salud, ritmo cardiaco, presión arterial, índices bajos de colesterol y triglicéridos, etc., gracias a Dios.
Si bien el mes de Octubre suponía para mí el fin del proceso de recuperación, una luz al final del túnel, unos exámenes clínicos de rigor, dieron cuenta de un nuevo problema, esta vez con mi próstata. Ello ha supuesto un replanteamiento de mi circunstancia, unido a un desconcierto generalizado. Había proyecciones a futuro, el regreso a la misión, un tiempo de descanso en mi tierra con la familia, el matrimonio de un sobrino, en fin, la experiencia de respirar hondo, mirar atrás y dar gracias a Dios por lo que se ha pasado. A empezar de nuevo, esta vez con otro tipo de exámenes, visitas al especialista, y la expectativa de las nuevas circunstancias que se me presentan, incluyendo una intervención quirúrgica. En medio de todo, invoco de nuevo a Dios, no para recriminar, mucho menos para alimentar crisis de fe, sino para tratar de vivir la experiencia como parte de su proyecto de vida, como manifestación de su voluntad. No pienso que me prueba, me corrige o me castiga, simplemente creo que esto es parte de su llamada, una razón, un porqué, todo ello como manifestación concreta de su amor hacia mí. Hace unos días me llamaba la atención, entre otras cosas, el leer una frase en uno de los folletos de la Fragua, concretamente el número 8, que decía: “Por eso todo lo que sucede sea lo que sea, se vive como algo que viene de las manos de Dios, como algo que no escapa de su amor entrañable” (pág. 9) El término entrañable, me llamó la atención. Infinito, profundo, denso, amplio, podrían ser algunos sinónimos de la expresión, la plenitud del amor de Dios, que ante todo es Padre. De esa experiencia, de esa fe me aferro.
No queda más que esperar, mas no desesperar, confiar, mas no exigir y cuestionar, simplemente seguir viviendo, seguir el camino que Él me ha propuesto, y esperar un final, un término, porque nada en esta vida es eterno. Contemplo mi vida como un gran libro, que Dios va escribiendo. Esta circunstancia es un capítulo más, por más amplio que me parezca, en algún momento se terminará y empezará otro. Resuenan en mi mente oraciones, citas bíblicas, exhortaciones: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, decía Pablo; o bien, aquel pensamiento de Santa Teresa: “Nada te turbe nada te espante, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza”; y sobre todo el Evangelio, en las palabras de Jesús me invitan a no temer, pues bien sabe Dios lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Mi oración va por ahí, pedir y confiar, todo conforme a la voluntad divina. No pretendo ser un dechado de espiritualidad, si bien mis clamores ante lo que experimento van por esa vía. San Antonio María Claret señalaba tres dimensiones fundamentales del ser y hacer en la vida del misionero: orar, trabajar y sufrir. La primera ha de ayudarme para asumir la tercera, la segunda ya vendrá. Si bien no amanece, pues todavía no sale el sol, contemplo las estrellas.
Recuerdo que no pocas veces dentro los procesos formativos, se me ha hablado de las imágenes de Dios que manejamos, condicionadas por nuestras particulares experiencias de fe, nuestra cultura y hasta nuestra formación. El estar aquí me invita a cuestionarme en cual Dios estoy creyendo. El que pude haberme imaginado a lo largo de mi vida, y que hoy encuentro silencioso, o al Dios que me revela propiamente su Hijo en su Palabra. Hoy por hoy donde parece que no existen los milagros o al menos no son tan frecuentes, donde no hay videntes que nos indiquen el camino a seguir, y donde Dios va repartiendo sanaciones para que todo esté en paz y contento, me aferro a esa Palabra, tratando de ver más allá de lo que mis ojos puedan percibir, escuchar en el silencio, cuando no oigo nada, incluso cuando mi oración se hace más insistente. “Escuchar desde la fe” se dice rápido. Después de más de seis meses de permanecer aquí trato de captar esa presencia divina.
Con todo, la experiencia me ha servido para compartir la vivencia propia de mis hermanos. Teóricamente soy el único que algún día, Dios mediante, retomaré el camino misionero. Ellos viven el día a día. Parecer ser que la experiencia de los años, les llena de serenidad y paciencia. Cada día nos reunimos en la capilla, oramos, celebramos la Eucaristía, y hasta nos reconciliamos con ellos. Cada uno lleva su cruz, una más pesada que otra, pero ahí están. No es que no sufran, pues la procesión va por dentro, dicen en mi tierra. Cada quien lo vive a su manera, pero siguen caminando, incluso son ellos, los que en no pocas ocasiones me animan.
Desde ese panorama sigo viviendo. Hoy por hoy no pienso que Dios me manda la enfermedad, ni mucho menos me está probando. Todo sale de mi realidad humana, de las consecuencias de un accidente de tránsito, de mi devenir existencial o bien de otras circunstancias. Dios no me castiga, ni me prueba, solo me ama. En esa perspectiva tengo que seguir viviendo la experiencia. Todo cuanto yo haga tiene que ser mi respuesta a ese amor de Dios. Si hay que tomar toneladas de pastillas, las tomamos, si hay que hacer ejercicio los hacemos, si salen otras circunstancias que requieran, pruebas, diagnósticos o nuevos medicamentos los asumimos, no porque soy fuerte o valiente, simplemente porque creo que esa tiene que ser la respuesta al don de su amor. En ese sentido creo que la experiencia es positiva. La otra llamada es a la solidaridad. No es la misma experiencia, ciertamente como gesto de caridad fraterna, tomarse su tiempo, venir acá y animar a nuestros hermanos ancianos, lo cual es bueno, que compartir con ellos la vida, saberse necesitado y enfermo como ellos, e ir viviendo el día a día su proceso, sus dolores, sus angustias, sus tristezas, en fin el devenir de su existencia.
Pienso que en medio de todo, la Eucaristía que diariamente celebramos constituye el fundamento de la vida que compartimos. Es una llamada a vivir la Palabra que escuchamos y con la que nos alimentamos, sabiendo que en cada uno de ellos, en sus dolores, sus angustias, en esa particular realidad, que supone la existencia disminuida, se expresa más vivamente la presencia de ese Jesús que celebramos.
Por lo demás, es una manera concreta de vivir sus palabras, el que quiera venir conmigo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Dicho en otras palabras, vivir esa regla suprema de la que hablan nuestras constituciones, el seguimiento de Cristo, desde otra dimensión.
Contemplo el calendario, ya son más de seis meses los que llevo aquí. Por ahora no puedo decidir por mi vida, no puedo pedir destino, no sé si podre tomarme un tiempo de vacaciones, vienen otras realidades. Más que avocarme al sentido de impotencia, trato de mirar más allá, la vida sigue, el proyecto de Dios sigue latente. No seré yo, será Él quien oriente mi camino. Ciertamente hoy por hoy no visualizo esa luz al final del túnel, pero hay un final que supondrá otro comienzo. El cómo, el cuándo y el dónde no lo sé. Se lo dejo a ese Dios a quien su hijo Jesús me dice que es mi Padre, que bien sabe lo que necesito antes de que se lo pida.
No pocas veces he evocado desde lo que ahora vivo y siento, la experiencia de la Fragua residencial en España, no como añoranza de tiempos felices totalmente distintos a los actuales, sino como continuidad de una experiencia de vida, que nació de una inquietud a raíz de la propuesta de un Papa que se le ocurrió recorrer el mundo anunciando el Evangelio. En aquella ocasión, se me proponía un sí a Cristo, el cual he querido dinamizar desde mi vocación, el carisma claretiano que comparto y mi ministerio. En esa experiencia de Fragua, el sí inicial, asumía otras connotaciones, asumir la vida con las propias manos. Ante lo que vivo y lo que siento hoy, ante lo que actualmente supone mi vida misionera, en mi condición de limitación y enfermedad, la propuesta sigue siendo válida, si bien el espíritu está presto, la carne es débil.
No están demás las oraciones de los hermanos, que mucho agradezco. Si también flaquea el espíritu, más necesitamos todavía de esa oración.
En el C.M. fraternalmente,
Pbro. Francisco Antonio Umaña Araya, cmf.