Por: Iris Gordón
Ciudad de Panamá, Panamá
21-7-25
Hay vínculos que no se explican con palabras, solo se sienten. Así era el que yo tenía con mis abuelos. Crecí junto a ellos, escuchando sus historias y llena de su amor incondicional. Siempre fueron mi refugio seguro, los que me miraban con ojos de orgullo y con una mirada que me decía: “Tú puedes ser quien quieras ser, pero siempre tendrás donde volver”.
Mi abuelo, al que todos llamaban “Yeyo”, me regaló los más hermosos recuerdos de mi infancia; recuerdo claramente que él fue el que me enseñó a manejar bicicleta. Siempre se ingeniaba para que la estancia en la casa de los abuelos fuera divertida, a pesar de su fuerte carácter. Mi abuela, Carmelita, mostraba su amor preparando las comidas más deliciosas, siempre atenta al cuidado de sus nietos y especialmente procuraba enseñarnos principios y valores. Una mujer decidida, pero a la vez tierna y cariñosa. Su mirada reflejaba la belleza de su corazón, característica que a medida que pasaban los años, yo podía percibirlo mejor. No tengo duda que entre nosotras había un lazo invisible y especial.
Los abuelos tienen esa ternura que no compite con nada. Escuchan con atención, repiten la misma historia mil veces si se lo pedimos, y nos regalan algo que escasea en el mundo: tiempo. En sus manos arrugadas y su andar pausado hay lecciones que solo el corazón puede entender.
Pero además del amor, los abuelos nos transmiten valores esenciales: la paciencia de quien ha visto muchas tormentas pasar, la gratitud por las cosas sencillas, el respeto por los demás, la importancia de cada palabra dada. Nos enseñan que la vida se construye con constancia; que el perdón, sana más que el orgullo, y que hay que encontrar belleza incluso en los días más comunes.
Crecer cerca de los abuelos es uno de los mayores regalos que puede tener un niño. Su presencia aporta estabilidad emocional, amor incondicional y una conexión profunda con las raíces familiares. A través de sus relatos, conocemos la historia familiar, comprendemos mejor quiénes somos y crece el sentido de identidad.
Los abuelos no son solo parte del pasado. Son raíz, son cimiento. Son el alma de nuestra historia. Y aunque partan, siguen siendo faro, abrigo y aliento. Porque cuando el amor ha sido tan grande, no muere, sino que se transforma en presencia que acompaña para siempre.
Dedicado a Carmelita, el amor de mi vida, cuyos 103 años fueron una lección viva de amor, fortaleza y ternura. Tu legado florece en mí.