Ciudad de Panamá, Panamá
12-07-23
Por: Iris T. Gordón F.

En los mejores recuerdos de mi infancia siempre están presentes mis abuelos. Vivían a una hora y media de distancia de mi casa y pasaba con ellos todos los fines de semanas y las vacaciones de verano. Mi abuelo tenía una abarrotería que, para una niña pequeña, significaba ir a un parque de diversiones. Cuando llegaba con mis primos, mi abuelo nos daba una pequeña bolsa plástica y nos decía “pueden tomar lo que quieran hasta llenar la bolsa”. Ese momento se convertía en lo mejor que nos podía pasar en el día. Tal vez para nosotros era simplemente llenarnos de golosinas, pero para mi abuelo era mostrarnos la importancia de desprenderse de lo que para él significaba una entrada económica solo para vernos felices.

Mientras mi abuelo trabaja en la abarrotería, mi abuela, maestra jubilada, se encargaba de los quehaceres del hogar y de preparar las mejores comidas que he podido degustar.

Cuando mi abuelo llegaba de su jornada de trabajo se respiraba una paz en casa, era como sentir que todo estaba en orden y eso quedó grabado en mi mente. Aprendí a encontrar tranquilidad y seguridad en la familia.

Lo que más llenaba de orgullo a mis abuelos era ver a sus hijos y nietos alcanzar logros académicos. Nos inculcaron la importancia de educarse para tener un trabajo honrado y que todo lo que tengamos sea fruto de nuestro esfuerzo y dedicación. Como si hubiese sido ayer, recuerdo ver el brillo de sus ojos al verme “vestida de blanco” cuando estudiaba medicina. Fue una historia que contó a todos los que llegaban a la abarrotería. A pesar de ser un hombre serio siempre demostró lo orgulloso que estaba de sus hijos y nietos.

Mi abuelo falleció hace 12 años y le doy gracias a Dios por todo lo que me permitió vivir junto a él. En ese momento, mi abuela perdió al amor de su vida y su fortaleza fue la que nos hizo a todos continuar y superar como familia aquel momento tan difícil.

Hoy en día ella tiene 101 años y la conexión y el amor que hay entre nosotras es inigualable. Cada vez que veo su rostro y escucho sus historias, veo en ella el amor Dios reflejado y me siento muy afortunada por ello. Jamás he visto a mi abuela enojada y su paciencia, su docilidad y su paz me han enseñado lo verdaderamente valioso en la vida. Cada vez que escucho sus historias, aunque sea la misma ciento de veces, aprendo algo nuevo y en mi crece esa semilla que ella puso en mí desde que tuve uso de razón y ahí vuelvo a recordar que “La verdadera paz y seguridad la encuentras en tu familia”.

A veces me imagino por cuántas circunstancias y dificultades se pueden pasar durante 101 años, sin embargo, cada vez que ella me cuenta alguna de sus historias puedo notar que todas son recuerdos alegres o donde obtuvo alguna enseñanza. Nunca se queja de lo que le faltó. Pienso que sus años le han enseñado a recordar aquellas experiencias que marcaron su vida de forma positiva o que la hicieron ser una mejor persona. Y precisamente es eso lo que la hace ser feliz: Ser agradecida por todo lo que tiene y dejar atrás aquello que no tuvo.

El amor que siento hacia mi abuela lo describo como un amor lleno de paciencia y tranquilidad, donde lo material no tiene importancia alguna. Cuando estoy con ella el mundo se detiene y puedo admirar las arrugas de sus manos, el brillo de sus ojos y la dulzura de su voz. Es simplemente una obra perfecta de Dios.