Por: P. Donaciano Alarcón, cmf.
Ciudad de Guatemala, Guatemala
13.2.2024
Desde el siglo II, cuando la cuaresma, litúrgicamente, era incipiente (de 2 a 7 días de penitencia, antes de celebrar el Triduo Santo), pasando por el siglo IV, cuando se convierte en un tiempo de gracia, canónicamente establecido, hasta llegar a nuestros días, donde, casi pierde su profundo sentido penitencial y de renovación amorosa con el Dios de la vida, exhortamos a discernir sobre el significado que tiene este espacio temporal enmarcado, simbólicamente, en cuarenta días.
Todos los años, el Papa, nos ambienta con una reflexión, que encamina a vivir, auténticamente, el tiempo más fuerte que ofrece la liturgia de la Iglesia. En esta ocasión, el mensaje del pontífice invita a encontrarnos con Dios en el desierto, para alcanzar la libertad. Insiste en el actuar, pero también en el detenerse y propone el desierto como el lugar del primer amor, según el profeta Oseas. Y volver al primer amor, evoca el Bautismo, con el cual, marcamos el inicio de una relación perpetua y fecunda con el Dios viviente y nos comprometimos a renovarlo siempre, debido a la débil naturaleza de nuestra humanidad, consiguientemente, de nuestras promesas.
Si nos llama a detenernos en el desierto, en la búsqueda de la libertad, es porque hay esclavitudes persistentes. Las mismas, se oponen al amor total, en consecuencia, a la plenitud de nuestro ser, al encuentro con el otro y con el mundo que nos circunda.
La cuaresma nos va introduciendo en el misterio de la cruz, como propiciadora de la vida, nos induce a contemplar el dolor de Cristo, que me espera en la oración, para compartirle mis sueños y fracasos y en el diario vivir, para detenerme ante el hermano herido. Dios espera de nosotros dinamismo, alegría, coraje, con metas aparentemente inalcanzables, como las que acompañaron a Cristo desde el Pesebre hasta la Cruz y desde la Cruz hasta la apertura del Sepulcro.