Todas las parábolas de Jesús resultan interesantísimas y son un encanto. Pero no creemos que haya una tan deliciosa como la del Evangelio de hoy, la parábola de las diez muchachas. Está inspirada en las costumbres del Israel de entonces.
Se celebraba una boda y las diez muchachas, compañeras de la novia y damas de honor, habían de salir al encuentro del novio con las lámparas prendidas, que después del desfile nupcial iban a iluminar y llenar de esplendor la sala del festín.
Jesús nos advierte desde el principio que cinco de ellas eran prudentes y las otras cinco algo descuidadas y poco previsoras. Las primeras, junto con sus lámparas, se habían provisto además de otra vasija de aceite, por si acaso… Las otras se habían dicho muy confiadas: ¡No hará falta tanto aceite!…
Los invitados estaban cada cual por su sitio, y las diez jóvenes muy atentas en la puerta. Empezaba a anochecer, y no aparecía por el camino el novio, que tardaba, tardaba, pues por lo visto venía de lejos… El sueño se iba apoderando de todas aquellas muchachas, comenzaron a dormitar y al fin las diez estaban dormidas como angelitos.
A media noche se oyó un grito estentóreo, que las devolvió a la realidad de la vida:
– ¡Que llega el esposo! ¡Que llega el esposo!…
Se levantan todas en bloque y empiezan a espabilar sus lámparas. Como la espera había sido tan larga, la llama se estaba apagando. Las poco previsoras se alarman y comienzan a gritar a sus compañeras:
– ¡Préstennos un poco de su aceite, que nuestras lámparas se apagan!
Pero las otras respondieron muy sensatamente:
– Si les damos, no va a haber bastante ni para ustedes ni para nosotras. Es mejor que vayan a los vendedores, compren lo que necesiten, y regresen pronto.
Mientras estaban en la compra llegó el esposo, se cerró la puerta y, al llegar, comenzaron en la calle los gritos desesperados:
– ¡Ábrenos! ¡Ábrenos!
El novio se había enfadado muy seriamente, y ahora respondía muy frío:
– No sé quiénes son. No las conozco…
Jesús acaba con sólo estas palabras:
– Por lo mismo, vigilen, porque no saben ni el día ni la hora…
Así acaba la parábola narrada por Jesús. Y ahora viene nuestro discurrir.
¿Cuándo volverá Jesucristo?… Es ésta una pregunta que muchos se han hecho mil veces a lo largo de la Historia. El fundador de una secta famosa en concreto, los Testigos de Jehová profetizó muy solemnemente el fin del mundo, y, como no llegó, hubo de rectificar la fecha, que, al fallar nuevamente, iba a ir cambiando según el parecer de sus seguidores…
Intento vano. Porque Jesucristo aseguró que eso era un secreto que Dios se había reservado, y resulta inútil cualquier tentativa nuestra para adivinarlo.
Además, el fin para cada uno es el día de su propia muerte, y el fin del mundo lo dejamos tranquilos para los que entonces vivan, pues, respecto a nosotros, ya se encargará el Señor de resucitarnos… Lo que le interesa a la Iglesia es que todos sus hijos estén siempre en guardia, pues esto es lo que recomienda Jesucristo.
Ignorar el fin es una gran providencia de Dios y un acto de amor suyo muy grande también. Porque, de saberlo, la vida nos resultaría una tortura. Además de que muchos, en vez de aprovechar el tiempo para salvarse, lo aprovecharían para divertirse más, se endurecerían cada vez más en sus errores y cuando llegara el fin les sería imposible el retractarse sinceramente, pues se habrían obstinado en el mal.
La Iglesia ha seguido siempre muy atenta este consejo del Señor, y, como Iglesia, se prepara siempre para el encuentro con su Esposo divino.
A nivel personal, esta disposición es muy característica del cristiano. Sabe que el Señor le da el tiempo para ganar la eternidad. Y, como no sabe cuándo le llamará el Señor, está prevenido siempre. San Agustín lo decía muy sabiamente: “Permanece oculto el último día para se guarden todos los días”.
Y esto no es algo que inspire miedo, sino, todo lo contrario, nos da una gran confianza. Sabiendo que se cumple el propio deber, y procurando agradar siempre a Dios, el fin se presenta y así es en verdad como el encuentro con Dios que nos espera para darnos el gran premio de su gloria.
Se nos ha contado muchas veces el ejemplo de un santo que estaba echando la partida con sus amigos, distrayéndose sanamente en medio de sus preocupaciones, y se le pregunta sin más:
– ¿Qué haría si le avisaran que iba a morir dentro de una hora?
Prefiero interrumpir mi narración. Lo más probable que cualquiera de nosotros, por tranquilo que fuese, hubiera contestado con toda naturalidad:
– Bueno, llamaría al sacerdote, recibiría los Sacramentos, y me pondría en oración. Es lo menos que podría hacer.
Sí, esto responderíamos nosotros, por muy tranquila que tuviéramos la conciencia. Pero el santo en cuestión contestó de otra manera:
-Seguiría jugando la partida hasta el final.
¡Señor Jesucristo!
¿Cuándo me llamarás? ¿Cuándo vendrás por mí?…
No lo sé. Sólo sé una cosa: que será el momento más bello de mi vida.
Porque espero de ti el tener yo siempre la lámpara dispuesta, con el aceite de tu gracia en mi corazón.
Y con mucha tranquilidad también, porque el Corazón tuyo está siempre con las puertas abiertas de par en par…
P. Pedro García, CMF.