Por: Edgardo Guzmán CMF
Italia, Roma
26.3.2024

     En medio de un mundo marcado por la violencia, la injusticia y la desesperanza, la figura de Monseñor Óscar Romero emerge como un faro de esperanza y resistencia. Su vida y legado nos recuerdan que, incluso en los momentos más oscuros, la fe en la resurrección y el compromiso con la justicia pueden transformar realidades y encender la llama de la esperanza en los corazones de aquellos que luchan por un mundo más solidario y humano. En este sentido, el testimonio vivo de Monseñor Romero es una fuente de inspiración para nuestra vida cristiana hoy.

Los mártires no pasan de moda. Siempre siguen dándonos el supremo testimonio de una vida entregada por el Reino de Dios. Los mártires hacen creíble el Evangelio. En una época de indiferencia, de relativismo y de frialdad ante cualquier ideal moral o religioso, los mártires nos gritan con su ejemplo que hay algo de absoluto que nos supera y que vale muchísimo más que cualquier búsqueda momentánea y efímera de bienestar. Ese bien absoluto, ese amor absoluto es Jesús y su Evangelio.

Monseñor Romero afrontó a lo largo de su vida distintos momentos de crisis y dificultad, sobre todo cuando asumió el arzobispado de San Salvador. En medio de esa situación tan tormentosa él supo estar a la altura. Fue efectivo con su palabra y con su testimonio porque lo que dijo y vivió le brotó del interior, y porque hacía vida lo que decía. No fue una vida improvisada, ni una palabra solo de una coyuntura, sino que dijo en esa coyuntura lo que vivía interiormente. Por ello, solamente viviendo e interiorizando la fe y el compromiso con el mundo de los pobres, es decir desde una mística-profética es como la Iglesia puede ser creíble hoy en lo que diga y en lo que haga.

Con la fuerza de su palabra profética Romero supo dar consuelo y mantener la esperanza de su pueblo. Ese fue su gran anhelo: «Quisiera ser siempre, sobre todo en estas horas de confusión, de psicosis, de angustias colectivas, un mensajero de esperanza y de alegría» (Homilía, 10 de febrero 1980). Pidamos por la intercesión Monseñor Romero la gracia de ser testigos de la Resurrección del Señor en la Galilea de nuestro tiempo.