La fiesta de hoy, Todos los Santos, llena el corazón de dulce nostalgia. Y hay que decir que esta fiesta tiene modernamente una importancia especial.
Porque cuando los hombres nos estamos afincando más a la tierra, vale la pena que se nos haga mirar al cielo, a ese cielo azul que esconde más allá otro Cielo de felicidad insospechada y que nos llama con fuerza irresistible: -¡Ven, ven!…
¿Es esto cierto? Podemos ir —por poca historia y poca geografía que sepamos— a cualquier pueblo de cualquier tiempo y lugar, y veremos que todas las gentes han tenido fe en un más allá después de la muerte. En un Ser Supremo que nos llama. En un destino que está marcado en nuestras frentes. En una vida que no puede acabar. No hay nadie, medianamente culto, que niegue esta creencia universal. Si todo el mundo piensa así, ¿todo el mundo se equivoca?…
La fe cristiana, plenitud de la revelación de Dios, nos enseña toda la verdad sobre nuestro destino futuro y definitivo.
Sí, hay una vida eterna.
Sí, hay un Dios que nos ha creado para Sí y para su gloria.
Sí, hay un Dios remunerador del bien y vindicador del mal.
Sí, hay un Dios que nos quiere colmar de una felicidad insospechada e inacabable…
Jesucristo lo dice terminantemente:
– Los justos irán a la vida eterna.
El apóstol San Juan escribirá después:
– Aún no se ha manifestado lo que seremos, porque entonces veremos a Dios tal como es Él.
Y de esa felicidad escribirá el apóstol San Pablo:
– Las pequeñeces de esta vida no son comparables con la gloria que se rebelará un día en nosotros.
Al mirar al Cielo vemos, con el Apocalipsis, a una multitud inmensa que nadie puede contar: hombres y mujeres de toda raza, lengua, pueblo y nación, que cantan con felicidad inenarrable:
– ¡Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos!…
Todos los Santos que así cantan, mezclados entre millones de millones de Ángeles, son esos hermanos nuestros que ya triunfaron. A muchos los conocemos. Eran de nuestra familia, se contaban entre nuestros amigos, pertenecían a nuestro entorno social… Hoy, son los que nos están llamando desde allí, porque nos esperan y animan.
Varias veces hemos traído el texto tan bello de la carta a los Hebreos. Dios nos presenta a estos hermanos nuestros que ya están en la Gloria como a los espectadores de las gradas en el estadio. Son una nube inmensa de testigos que contemplan cómo corremos los atletas —porque todos somos unos atletas de la vida cristiana—, y nos animan con sus gritos enardecedores:
– ¡Animo! ¡A ver quién corre más! ¡Adelante, que ya están casi en la meta! ¡Venga, que les espera la medalla de oro!…
Todo esto, no es imaginación nuestra. Es la realidad revelada por Dios. Es la esperanza que mueve todo el motor de nuestra actividad cristiana. Si no esperamos una vida eterna, ¿para qué cansarse? Pero, ¿por qué no fatigarnos hasta rendirnos, si hay después una felicidad indecible e inacabable?…
De todos los bienes de la Redención, que culminan con ese Cielo que hoy se entreabre ante nuestros ojos, dice San Pablo con palabras de Isaías:
– Ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni en cabeza humana cupo el imaginar lo que Dios tiene reservado a los que le aman.
Pensar en el Cielo no es de almas débiles, sino de las más fuertes.
El comunismo marxista propagó el eslogan fatal y diabólico de que “la religión es el opio del pueblo”.
Lo peor es que hizo fortuna, y aún se sigue repitiendo. ¡Nada más falso!
Quien quiera promover al trabajador y al pobre, que mire su destino eterno. Porque quien trabaja y sufre, si no tiene fe e ilusión en un más allá dentro del seno de Dios, y ve que ha de acabar todo fatalmente en el sepulcro, ¿Qué sentido va a encontrar para su vida?…
Como es también otro error inadmisible, dentro ya de la Iglesia, el proponer una liberación única o principalmente sociopolítica.
Cuando trabajamos por nuestros pobres, los pobres esperan ciertamente verse libres de sus males actuales.
Pero sobre todo esperan de nosotros que les llevemos a Dios, porque para ellos cuenta mucho más la fe que el dinero, las tortillas, el arroz y los frijoles…
¿Y qué decimos de los que ya estamos bien? Pues, que ese bien que disfrutamos es pasajero, y no vale la pena apegarse demasiado a él. Porque lo que no es eterno, vale muy poco…
¡Todos los Santos!
Adivinamos su gloria más allá de ese cielo azul, cielo estrellado…
San Agustín suspiraba por verse allí, y decía con ansias irreprimibles: “¡Oh bienes de mi Dios invisibles, eternos, inmortales! ¿Y cuándo os veré, oh bienes del Señor?”…
P. Pedro García, CMF.