En esta Solemnidad de San Pedro y San Pablo es obligada esta página del Evangelio, importante como ninguna otra. Jesús mismo escoge el tiempo y el lugar más apropiados para el desarrollo de una escena que va a tener consecuencias ilimitadas. No quiere Jesús consigo gentes extrañas al grupito de los Doce y se aleja conscientemente de todo bullicio. Sube al límite norte de Galilea, hasta Cesarea de Filipo, donde se toma un descanso con los apóstoles. Aquí les habla con sosiego y llega a la mayor intimidad con los suyos.

En un momento dado les salta con una pregunta comprometedora:
-¿Quién dice la gente que soy yo?
Los apóstoles callan, o prefieren despistar con sus respuestas.
-¡Bueno! Hay muchas opiniones… Unos dicen que eres Juan el Bautista que ha vuelto a la vida después que lo degolló Herodes… Otros aseguran que eres Elías, porque todos saben que ha de volver después que se subió al cielo arrebatado en el carro de fuego… Otros sospechan que eres Jeremías u otro de los profetas antiguos…
Cada uno dice lo que mejor le parece…
Jesús sonríe ante cada contestación. Y vuelve a la misma pregunta, pero pidiéndoles la opinión propia y no la de la gente.
– Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?
Ahora es Pedro quien toma la palabra decidido, y responde sin titubear:
– Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Todos consienten, y Jesús se emociona, porque en las palabras de Pedro nota la acción personal de Dios, de modo que responde con gravedad y conmoción inusitadas:
– ¡Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el Cielo!
Ahora Jesús mira a su propia misión, a su obra, que piensa dejar bien establecida en el mundo. Tiende la mirada a lo lejos, muy lejos, hasta el final del mundo, y añade unas palabras inmortales:
– Y yo te digo que Tú eres Roca, y sobre esta Roca yo edificaré mi Iglesia. Y te aseguro que todas las fuerzas del infierno no van a poder contra ella.

Los demás apóstoles se dan cuenta de que aquí hay una elección muy especial de Jesús respecto de Pedro, al que ahora hace Jesús una promesa de solemnidad insospechada:
– Yo te entregaré las llaves del Reino de los Cielos. Y todo lo que tú ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que tú desligues en la tierra se dará por desatado en el cielo.
Como si le dijera:
-¿Quién tiene las llaves de la casa? El dueño, ¿no es así? Pues en mi Iglesia, siendo Iglesia mía, siendo yo el Dueño, tú vas a actuar haciendo mis veces… ¿Quién tiene poder para atar y desatar, para mandar y prohibir? Sólo el Señor, que soy yo; pero yo delego en ti toda mi autoridad… Yo, a quien tú has reconocido por el Hijo de Dios, y me has reconocido así por inspiración de mi Padre, te lo aseguro y te lo prometo.

Desde ahora, ya saben los Doce con quien tratan. Jesús es el Cristo esperado. Es más, es lo que nadie sospecha: es el Hijo de Dios. Aunque, ciertamente, no captan todo el sentido de estas palabras. Por otra parte, para que el pueblo no se soliviante contra los romanos opresores ni le constituyan a Él un rey político, Jesús les ordena terminantemente:
– No digan de ninguna manera a nadie que yo soy el Cristo.

Nosotros, católicos, necesitamos muy pocas razones para aceptar esta página del Evangelio en toda su integridad y en su sentido verdadero. Es la página más discutida. La que ha hecho correr torrentes de tinta, pero que nadie puede borrar. Negarla, o darle otra interpretación que la del Evangelio, es querer dejar mentiroso a nuestro Señor Jesucristo.

Todos nosotros sabemos que Pedro, y su sucesor el Obispo de Roma, es el Vicario de Jesucristo, el que hace sus veces, la Roca visible del que es el Fundamento invisible de la Iglesia, de Jesucristo, el único Fundamento puesto por Dios.
En la Iglesia no vemos a Jesucristo, pero vemos a aquel en quien Jesucristo ha delegado toda su autoridad y a quien ha constituido lazo de unión entre los Pastores y las ovejas.

Si Jesucristo se hubiera referido en este pasaje sólo a Pedro, exclusivamente a su persona, muerto Pedro se hubiera desmoronado la Iglesia. Porque pulverizada la roca, el edificio se derrumba.
¿Qué sentido hubiese tenido esta página en la primitiva Iglesia, si cuando se escribió de modo definitivo ya había muerto Pedro, crucificado en Roma?…
Pero en Roma quedaba un sucesor de Pedro.
Y la sucesión de los Obispos de Roma ha continuado ininterrumpida hasta nuestros días.

Así lo ha entendido la Iglesia de todos los tiempos. Y, a pesar de tanta persecución, el Obispo de Roma sigue en su puesto.
Dos mil años de experiencia nos dicen la solidez de la promesa del Señor:
– Todas las fuerzas del infierno no van a poder contra esta Roca.

Hoy, con la lectura de esta página, se refuerza vigorosamente nuestra fe. Estando con el Papa estamos con Jesucristo. Separarnos del Papa, pretender edificar nuestra fe sobre otra piedra, es equivocar el lugar de la construcción…

¡Señor Jesús, gracias por la seguridad que das a nuestra fe con la presencia de tu Vicario en la tierra!
Te pedimos por él.
¿Cómo no vamos a querer a Pedro, al Papa, si es como le llamaba Catalina de Siena, la Doctora de tu Iglesia el dulce Cristo en la tierra?…

P. Pedro García, CMF.