Nos sabemos de memoria muchas expresiones del Evangelio y de toda la Biblia sobre la voluntad y el empeño que tiene Dios en salvarnos. Por ejemplo, éstas:
“Yo quiero misericordia y no sacrificios”.
“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva”.
“Dios quiere que todos los hombres se salven”.
Y podría seguir la lista…
Es que solamente Dios sabe lo que significa salvarse o condenarse. Y esa suerte dichosa o desgra¬ciada nuestra no le deja indiferente. Por eso, hace unos esfuerzos divinos ini-maginables para que to¬dos alcancemos la gracia suprema de la salvación.
Esto nos lo va a decir hoy no con palabras, sino con un hecho del Evangelio que desconcierta y que demuestra en Jesús una agudeza, un ingenio y un corazón como no los ha tenido nadie.
Muy avanzado ya el ministerio de Jesús, la lucha de los fariseos y doctores de la Ley se halla en el momento más álgido. Los enemigos irreconciliables se dicen:
– Hay que acabar con ese joven Maestro de Nazaret sea como sea.
Y un caso les brinda ocasión estupenda. Aquellos celosísimos defensores de la Ley de Dios dada por Moisés se re¬lamen los dedos de puro contentos. Una mujer ha sido sorprendida en adulterio y la Ley es inexora¬ble: debe morir apedreada con tal que haya al menos dos testigos que lo aseguren.
El procedimiento es sencillo. Los testigos y acusadores deponen su testimonio, y, para hacerse res¬ponsables de esa muerte en conciencia ante Dios, tiran sobre la acusada la primera piedra. Ante esta seguridad, todo el pueblo mata a pedradas a la condenada. Los acusadores ahora lo pueden hacer sin más. Pero, discurriendo con malicia diabólica, ven que se les brinda la mejor ocasión para deshacerse de Jesús.
Como todo el pueblo le sigue porque es bueno, porque perdona, porque salva a todos, llevan el caso a Jesús: si absuelve a la mujer pecadora, ellos lo condenan a Él por violar la Ley de Dios; si no la absuelve, y dice: -La ley es ley, que se cumpla…, todo el pueblo le abandona, y entonces ya se puede volver a su carpintería de Nazaret… Dé la respuesta que dé, Jesús está perdido.
Y así se presentan a Jesús, que está sentado en la explanada del templo enseñando a la gente que le rodea. Vienen los fariseos en grupo, abriéndose paso con euforia, y lanzan en medio del corro a una mujer muerta de vergüenza: pecadora y condenada. Con tono solemne, se dirigen a Jesús:
– Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos manda apedrear a éstas. ¿Tú, qué dices?…
Jesús no dice nada. Se desentiende del caso. Inclinándose a tierra, pierde el tiempo trazando gara¬batos en el suelo… Los fariseos se hacen señas de triunfo:
– ¡Éste no sabe qué responder!…
La gente amiga de Jesús se preocupa. La pobre acusada tiembla. Y los acusadores insisten:
– ¡A ver, Maestro, a ver, responde!
Ante su insistencia, Jesús levanta la vista, y contesta sencillo:
– Bueno, ya que insisten, hablaré. El que de vosotros esté sin pecado —del adulterio, se entiende—, que tire la primera piedra.
No ha dicho nada… Se inclina de nuevo a tierra, y sigue dibujando signos en el suelo.
Los fariseos se hacen señas:
– Oye, empieza tú…
– Yo, no. Tírala tú.
Así uno tras otro. No hay va¬liente que se decida, porque discurren:
– Jesús, este profeta, ha dicho muchas veces cosas ocultas. Y si ahora viene: ¿Tú? ¿Y aquel día con fulana de tal?… ¿Y tú con mengana de cuál?…
El corro em¬pieza a animarse:
– ¡Venga, fariseos, venga! A ver quién tira el primero…
Pero los fariseos se escabu¬llen uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta no quedar ninguno. Los bandidos e hipócritas eran todos unos adúlteros. De acusadores, se convierten de repente en acusados.
Cuando ya no queda ningún fariseo, se levanta Jesús y se dirige a la acusada:
– Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?
– Nadie, Señor.
– Pues yo tampoco te condeno. Yo no quebranto la ley, porque yo no he visto nada y no soy testigo de nada. Vete en paz, y no quieras pecar más.
¿Comentarios?… Vale más no hacerlos. Pensemos, y basta.
No entendemos a aquel que desespera y no confía en el Corazón de Cristo.
Aquella canción lo dice profundamente: “Si grandes son mis culpas, más grande es tu bondad”.
El arrepentimiento y el propósito son los dos regeneradores del alma.
Hay que olvidar el pasado, y mirar sólo el futuro.
Si Dios nos quiere salvar, ¿por qué obstinarse en ir a la perdición?
Una mujer adúltera, con su vergüenza y su humildad, arrancó a Jesús la lección más soberana de amor y de pureza. Un porvenir limpio —“¡No peques más!”—, y la salvación la tenemos en la mano…