El Domingo pasado vimos a los fariseos recomerse por dentro cuando Jesús les dejaba al desnudo su hipocresía en la oración y declaraba santo al publicano pecador.
Hoy vamos a ver algo mucho mejor.
Vamos a ver a los fariseos escandalizados ante lo más inimaginable que podía hacer el Señor con los odiados publicanos.
Jesús se acerca a Jericó. Enterada la ciudad, todos esperan con ansia al famoso Profeta de Nazaret. Salen en tropel al camino por donde ha de pasar Jesús, un camino bordeado de vegetación exuberante, casi tropical, con ricos árboles frutales y palmeras frondosas.
Jericó, ciudad importante y fronteriza, de mucho comercio, rica, y buena contribuyente por los muchos tributos, es por lo mismo el paraíso de los publicanos, los aprovechados cobradores de los impuestos.
Entre los curiosos que salen a recibir a Jesús está también Zaqueo, nada menos que el jefe de los publicanos. Pero, como es pequeñito de estatura, no puede ver nada entre aquella multitud. Tiene entonces la buena ocurrencia de subirse a un árbol, se sienta a horcajadas en sus ramas, y ahora va a contemplar al Maestro mejor que nadie. Avanza la turba, y cuando ven a Zaqueo en aquella pose, todos miran, señalan y ríen:
– ¡Miren, miren! ¡Zaqueo, Zaqueo el publicano!…
Zaqueo sabe por qué le miran. Le señalan como al pecador más significado de la ciudad. Los fariseos, sobre todo, lo señalan con más gusto y más inquina que nadie. Como todos miran, también Jesús alza la mirada. Pero es para dejar desconcertados a todos:
– ¡Zaqueo, baja! Baja pronto y vete a prepararme alojamiento, porque hoy me quiero hospedar en tu casa.
Zaqueo da un salto vertiginoso: -¡Jesús en mi casa! ¡El gran Profeta conmigo!…
Y prepara un banquete digno del rico anfitrión y digno de huésped semejante.
Todos ya en la mesa, a la que Zaqueo ha convidado a todos sus compinches, los otros publicanos de la ciudad, viene lo que tenía que venir. Las malas lenguas de los fariseos y de todo el pueblo se ceban en Jesús como cuchillas afiladas:
– ¡Habráse visto! ¡Jesús auto invitándose a la mesa de Zaqueo, el mayor pecador, y comiendo tan feliz con todos los pecadores de la ciudad!…
El escándalo no puede ser mayor. Todos están comiendo alegres —y Jesús más que ninguno—, cuando Zaqueo se levanta para brindar. Y lo que alza no es la copa de champán, sino su corazón:
– ¡Mira, Señor! Doy la mitad de todos mis bienes a los pobres. Y, si he robado alguna cosa a alguien, le devuelvo cuatro veces más.
Jesús podía haber comentado con ironía:
– ¿Qué si has robado alguna cosa a alguien? ¡Bandido, si todo lo que tienes es robado!…
Pero, no. Jesús, caballero cien por cien, de corazón inmenso y exquisitamente delicado, ni hace alusión al pasado de Zaqueo. Se contenta con decir, lleno de gozo indecible:
– ¡Hoy, hoy ha entrado la salvación en esta casa! Pues también Zaqueo es hijo de Abraham, también es un llamado a la salvación.
Y para que los fariseos se enteren bien, añade muy claro:
– Porque yo he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.
Ante un hecho como éste―—ciertamente, de los más bellos de todo el Evangelio—, no sabe uno lo que haría con esos que, por cosas pasadas que han cometido, sean lo graves que sean, desconfían de Jesucristo.
No se dan cuenta de que le hacen la mayor injuria.
Si Jesucristo buscara hombres con inocencia de angelitos del cielo, podrían tener miedo.
Pero si busca precisamente a quien está más perdido, éste es el que le da al Señor la mayor alegría. Le pasa a Jesucristo como al cirujano: tanto más orgulloso se siente cuanto más desesperada se presentaba la operación y de la cual ha salido airoso.
Zaqueo es el tipo y un modelo acabado del hombre que se encuentra con Cristo. Ponerse en contacto con Jesucristo, creer en Él, confiar en Él, entregarse a Él, es hacerse con la salvación, haya sido como haya sido la vida anterior.
Y Zaqueo se da cuenta de que no le basta la fe. Zaqueo traduce la fe en obras reales, y dice al Señor:
– Devuelvo lo robado. Me doy a los pobres. Hago todo lo que Dios quiere de mí. ¡Se acabó el pecador, y empieza desde ahora el santo!…
Con muchos imitadores de Zaqueo, ¡qué revolución más formidable, y sin armas, la que se desataría en la sociedad! ¡Qué pocos sermones que necesitarían unos! ¡Qué pocas reivindicaciones que harían otros! ¡Y qué bien que estaríamos todos!
¡Señor Jesucristo!
A ti las gracias más rendidas por habernos descubierto hoy la inmensidad de tu Corazón.
¿Qué tienes con los pecadores, que te atraen tanto?…
Ya vemos lo que son para ti: diamantes brutos. Brutos cuanto queramos, pero diamantes tan valiosos…
Tú los tallas, ¡y vaya brillantes que engastas después en tu corona!
¿También me vas a lucir a mí de semejante manera?…
P. Pedro García, CMF.