Muchas veces oímos en la Iglesia el Evangelio sobre el mandamiento del amor. Es natural, pues constituye la quintaesencia del mensaje de Jesús. Si aprendemos bien esta lección, lo sabemos todo. Si ignoramos esta página, no sabemos nada…
Tres días le faltaban a Jesús para ir a la muerte. Sus enemigos irreconciliables fariseos, saduceos, herodianos, sumos sacerdotes del Templo le han hecho pasar en los atrios del Templo una jornada terrible, agotadora. Las discusiones han sido interminables. Entre otras, le han propuesto a Jesús una cuestión espinosa: -¿Cuál es el primero y más importante mandamiento de la Ley?
La pregunta parece cargada de inocencia, pero era delicada hasta el extremo. Porque los doctores judíos no acababan de resolver nunca el intrincado problema. Ellos habían sumado todos los preceptos de la Ley y les daban el número de seiscientos trece: 365 que mandaban algo, y 248 que prohibían alguna cosa. Algo más que los clásicos Diez Mandamientos, ¿verdad?…
Jesús, sin embargo, no se inmuta. Y va a resolver la cuestión de una vez para siempre. Así, que responde a la primera, sin discurrir, como quien lo tiene pensado desde siempre, y con todo aplomo y autoridad:
– El primer mandamiento es: El Señor Dios nuestro es el único Señor; por lo mismo, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Hasta aquí, los enemigos podían estar acordes con Jesús. Era un pasaje tomado de Moisés, que todos los judíos recitaban cada día mañana y tarde como la primera y última oración, y aún hoy la repiten con una gran fe. Pero Jesús sigue, sin interrupción, con una segunda parte inesperada:
– Y el segundo mandamiento es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Jesús da un paso más, y cierra para siempre la cuestión tan debatida en las escuelas de los rabinos:
– No hay ningún mandamiento más importante que éstos.
Jesús nos ha dado la clave, y ha hecho fácil, facilísima, toda la ley de Dios. Se ha de-mostrado un legislador colosal. Le basta una sola palabra: ¡Amarás!… Si no, veamos.
¿Amar a Dios, y cometer un pecado cualquiera? Imposible.
¿Amar a Dios, y negarle el culto los días festivos, o la oración de nuestros labios? Imposible.
¿Amar a Dios, y decirle “¡No quiero!” ante cualquier cosa que nos manda o nos pide? Imposible.
¿Amar al hermano y ofenderle de la manera que sea? Imposible.
¿Amar al hermano, y causarle un daño en su salud, o profanar su cuerpo, o robarle, o mentirle? Imposible.
¿Amar al hermano, y no hacerle todo el bien que esté en nuestra mano? Imposible.
¿Amar a Dios y al hermano, y no trabajar y estar activo siempre, haciendo el bien? Imposible.
San Pablo sacará esta conclusión, tan lógica y tan llena de sentido común: “El que ama, ha cumplido toda la ley… El amor es la plenitud de la ley”.
Y San Agustín comentará con agudeza, con exactitud y hasta con algo de atrevimiento: “Ama, y después haz lo que quieras”. Porque no harás ningún mal, y harás todo el bien.
A nadie se le ocurrirá ir a una madre, a una mamá cualquiera, a enseñarle cómo debe amar a su hijo y cómo actuar con él. Al amarlo, le hace todo el bien, no le causa ningún mal, vive para el hijo, y por el hijo morirá si es preciso.
Hoy el mundo, la sociedad —no digamos ya la Iglesia— dan la razón al Jesús del Evangelio. Importan muy poco tantas leyes como se nos han dado hasta ahora. Los jóvenes, en especial, se han hecho muy sensibles a la ley del amor. Aman, y lo demás les importa muy poco. Aman, y se solidarizan y se ayudan. Aman, y defienden al pobre. Aman, y trabajan por la justicia. Aman, y sienten su conciencia muy tranquila ante todas las demás ordenaciones que se les dan.
En nuestros días, y ante esta sensibilidad del mundo por el amor, el Dios siempre providente nos ha dado un ejemplo excepcional del amor, como es la Madre Teresa de Calcuta.
La vida de esta santa no ha podido ser más sencilla. Aunque el amor llevó a esa monja menudita a complicarse la vida de mil maneras a trueque de dar amor. Un amor sin fronteras. Católica, no hizo jamás diferencias con personas de otras iglesias, con las de las sectas, con los paganos… Era toda para todos sin distinción alguna.
Es cierto que la Madre Teresa se dio con preferencia a los más pobres de entre los pobres, pero se codeaba por igual con los más ricos y con las autoridades más encumbradas.
¿Dónde estuvo el secreto de la Madre Teresa?… En esto tan sencillo: en poner amor allí donde no había amor. Un amor que no se medía nunca. Le preguntó en cierta ocasión una conocida periodista:
– Esa su labor, ¿no es una epopeya de locos?
La Madre Teresa acepta esa locura sin igual, y contesta:
– Es que yo estoy loca de amor por Dios y de amor por el prójimo, por quien nada tiene más que su soledad. Mi vida no es una epopeya, es una locura maravillosa… Pero no cuenta lo que damos, sino lo que damos en el dar. El mundo sería mejor y más justo si en lugar de decir “Esto es mío, esto es tuyo”, dijéramos “Esto es nuestro”.
Esto, lo que dijo la Madre Teresa.
Nosotros, porque amamos según el Evangelio, cantamos con profunda convicción: “Si yo no tengo amor, yo nada soy Señor”. Y añadimos con otro cantar: Dame tu amor, oh mi Dios. Lo demás, no vale nada…
P. Pedro García, CMF.