Comenzamos hoy a ver las consecuencias que tuvo el milagro de la multiplicación de los panes. Jesús aparece algo preocupado, cuando se encara no con gente sencilla, sino con un grupo de dirigentes del pueblo, a los que Juan llama siempre “judíos”. Son los que van a protagonizar esta discusión con Jesús en la sinagoga y sus entornos. El Señor nos dará una de las lecciones más importantes de todo el Evangelio.
La turba notó que Jesús se les había escapado y no cejó en su empeño hasta que lo encontró al día siguiente en Cafarnaúm. Lo hallan, y comienzan con una pregunta algo melosa:
– Maestro, ¿Cuándo has venido aquí? Ayer te buscábamos, pero te nos escondiste….
Jesús, que ve todas las intenciones que traen, les responde con cara algo triste:
– Sí; se lo aseguro. Me buscan, no porque han entendido el signo que hice, sino porque se hartaron de rico pan. Procuren hacerse no con el alimento que perece, sino por el que dura para la vida eterna, el que les voy a dar yo. Porque el Padre ha marcado sobre mí su sello.
Jesús les hace ver que los entiende: lo buscan no por su Persona, sino por su propio interés. Comieron, y con eso tenían bastante. ¿Por qué no se fían más bien de Jesús, del mensaje que les trae? Y ya que ha mencionado a Dios como Padre suyo, le preguntan:
– ¿Y qué tenemos que hacer para cumplir lo que Dios quiere?
No dicen nada más, pero su pensamiento es claro: ¡Las obras de la ley!
Y como ellos, los escribas y fariseos, la cumplían tan bien, según proclamaban siempre, no tenían que añadir nada para hacer lo que Dios quería… Pero aquí estaba su error, que corrige Jesús con una palabras clave:
– Ésta es la obra que Dios les pide realizar: que crean en el que Dios ha enviado. ¡Crean en mí!
– Muy bien, creeremos en ti. Pero, dinos: ¿Qué milagros haces tú para que creamos en ti? Haz al menos lo que hizo Moisés con nuestros antepasados en el desierto, que les dio a comer pan caído del cielo.
¡Habrase visto! Contemplaron ayer aquella multitud de tantos miles comiendo el pan multiplicado en sus manos, y no tienen bastante con semejante prodigio… Pero Jesús les agarra la palabra que acaban de decir:
– No; no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien les da ahora el pan que verdaderamente ha descendido del cielo y que da la vida al mundo.
Se quedan sin entender. Agarran sólo el significado material de las palabras —¡pan, pan, mucho pan como ayer, y más sabroso todavía!—, así que le piden entusiasmados y algo burlones:
– ¡Señor, danos siempre de ese tu pan!
Jesús trata de elevarlos a mayores alturas, pero no lo va a conseguir:
– Yo soy el pan de la vida; quien viene a mí ya no tendrá más hambre, y quien cree en mí no tendrá más sed.
Aquí quedamos en este día. Otro domingo seguirá el drama. Hoy nos fijamos sólo en esta palabra de Jesús que centra todo este párrafo: -¡Hay que creer en el Enviado de Dios! ¡Hay que creer en Jesucristo!
Hoy nos hemos vuelto los hombres muy racionalistas. El hombre moderno hace muy poco caso de los milagros, incluso de los contados por la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento. Preferimos descubrir a Dios en los acontecimientos de la vida. No está mal, con tal que hagamos eso: descubrir a Dios.
Los israelitas en el desierto vieron el milagro o la providencia de Dios cuando les mandó el maná, aquel alimento misterioso. Y, sin embargo, no creyeron en Él. Les interesaba el pan, no Dios que se lo proporcionaba.
Jesús, al día siguiente a la multiplicación de los panes, se queja de lo mismo: a los judíos les interesaba el pan multiplicado ayer en sus manos, y no la Persona de Jesucristo.
Ahora nos puede ocurrir lo mismo: que no nos interese Jesucristo, sino sólo nuestro provecho. De ahí que las diversas ideologías, sociales y religiosas, acuden a la figura de Jesucristo para atraer a su causa la doctrina maravillosa del Evangelio, pero sin aceptar el Evangelio, sin aceptar a Jesucristo tal como se da en su Iglesia. Se contentan con el Jesucristo que se han formado en su propia imaginación.
Nosotros, que queremos ser fieles a Jesucristo y lo aceptamos en toda su dimensión, vamos repitiendo siempre nuestra fe:
Señor Jesús, creo en ti.
Señor Jesús, Tú eres el enviado del Padre para salvarnos.
Señor Jesús, Tú solo tienes palabras de vida eterna.
Señor Jesús, Tú te nos das en tu Iglesia, y en tu Iglesia te buscamos y te encontramos.
Señor Jesús, Tú no eres un Jesucristo que te des a medias. Tú te das entero en tu Persona, en tu doctrina, en tus Sacramentos, en los Pastores puestos por tu Espíritu para regir tu Iglesia, y así te aceptamos nosotros:
en tu doctrina, entera, y no aceptando unas cosas sí y otras no;
en tu ley, sin falsearla, aunque las modas del mundo vayan en dirección muy contraria;
en tus representantes, tal como son, sabiendo lo que Tú nos dices, que, y rechazándolos a ellos, te rechazamos a ti, y, aceptándolos a ellos, a ti es a quien aceptamos…
¡Señor Jesucristo!
Consérvanos la fe a todos los que creemos en ti. Mantennos en una fe firme, que es entrega y es amor.
Cuando creemos en ti, la vida se nos hace muy fácil, porque sabemos que Tú vienes a nuestro lado. Y contigo al lado nuestro, ¡qué seguro que tenemos también tu Cielo!…
P. Pedro García, cmf.