Hemos llegado a la Semana más grande del año. La Semana Mayor. La Semana Santa. La abrimos con la procesión de los Ramos o de las palmas, y escuchamos el relato de la Pasión del Señor, este año tal como nos la narra Lucas.
Hoy no tenemos que describir nada ni de la entrada de Jesús en Jerusalén ni de la pasión del Señor, pues no hay cristiano que no se lo sepa todo de memoria.
Hoy miramos sin más la Cruz.
La Cruz es el trono del Rey que salva.
La Cruz es el signo del Rey que triunfa.
Jesús entra vencedor en Jerusalén para ir a la Cruz. Como Rey que adelanta el desfile de la victoria, porque en su lucha, en su derrota aparente, conquista un reinado que no se le quitará jamás.
¿Qué nos dice la entrada de Jesús en Jerusalén? ¿Qué vemos en los ramos o las palmas? ¿Qué nos señala Lucas especialmente en su relato de la Pasión?

Un desfile de los vencedores acabada la guerra para celebrar la victoria, a los acordes de las marchas militares y de los himnos patrios, es un espectáculo apasionante. El Jefe del Estado y los generales más valientes son aclamados frenéticamente por la multitud en fiesta.
Jesús, que se dirige a la Cruz como a su trono real, y a la Resurrección como a la forma definitiva de estado, se proclama ya Rey vencedor, ¡pero de qué manera tan distinta a los Reyes, Emperadores, Dictadores y Presidentes de las naciones!
Jesucristo, que por carroza triunfal monta un pollino, es un Rey humilde, benigno, amoroso, indulgente y portador de la salvación de Dios.
Así serán también los triunfos de su Iglesia.
La Iglesia sabe que le espera siempre la cruz de la persecución, del malentendido, de la calumnia; pero sabe también que, como Jesús, su reinado es el servicio a todos los hombres para llevarles a todos la salvación realizada por Jesucristo.
De igual modo también, así es el reinado de los seguidores de Jesucristo, el de cada uno de nosotros, que en la entrega, en la generosidad, en el servicio a todos, demostramos ser un pueblo regio, unos sacerdotes reales, que saben darse en sacrificio por todos los hermanos.

Los ramos y las palmas en nuestras manos y los himnos en nuestros labios expresan la gratitud de nuestros corazones por el beneficio inmenso de la Redención. Hacemos así nuestra la velada invitación de Lucas, que nos dice:
– Toda la multitud de los discípulos, vitoreando, comenzó a alabar a Dios, con grandes voces, por todos los prodigios que habían visto, y exclamaban: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!
Gritamos, vitoreamos y cantamos porque reventamos de agradecimiento al Dios que nos ha salvado.
¿De qué nos servía haber sido creados si al fin nos condenábamos?
Y la condenación eterna en tormentos indecibles era el trágico y fatal destino que nosotros nos habíamos elegido con nuestra culpa
Dios no tenía ninguna obligación de darnos una salvación que nosotros habíamos rechazado.
Pero la bondad de Dios sobrepasó todos los límites de la generosidad, de la bondad y del amor, y Dios nos ha brindado ahora ese Cielo que nuestra culpa nos había hecho perder.
El grito de nuestra gratitud a Jesucristo, Dios y Salvador, será siempre el mismo, tal como lo cantamos en cada una de las Eucaristías:
– ¡Bendito, gloria, hosanna!

Al leer, después del triunfo humilde de Jesús, la historia de la Pasión, vemos cómo Lucas nos la pinta como una batalla planteada por Satanás, que, acabadas aquellas tentaciones del desierto, dejó a Jesús en paz relativa hasta el “tiempo oportuno”.
Y el momento oportuno fue éste: desde el huerto hasta la cruz.
Jesús está en una lucha tenaz, pero no se rinde al enemigo.
No rechaza el cáliz amargo que el Padre le ofrece.
Acopla su voluntad a la voluntad de Dios, por más que le repugne.
Derrama su sangre para el perdón de los pecados.
Pero ya antes de morir anuncia gozoso la primera conquista, cuando le dice al ladrón arrepentido:
– ¡Hoy, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!
Y al pronunciar esta palabra, el mismo Jesús anuncia en medio de la tragedia del Calvario que Él es Rey, nada menos que el Rey de la Gloria, brindada a quienquiera que aproveche su Sangre redentora, ofrecida por los pecados de todo el mundo.
Este es el Jesucristo que se presenta como Rey y al que nosotros aclamamos como triunfador.

Su reinado es de humildad, de servicio, de entrega, de amor.
Así quiere también a su Iglesia: la servidora de todos los pueblos.
Y así quiere a todos los suyos: sencillos, generosos, entregados, amantes.
¿La gloria?… Será el estado definitivo del Reino.
Ahora, la Cruz por bandera. Como trabajo, el servicio a los demás. Como ilusión única, llevar la salvación de Jesucristo al mundo entero…

P. Pedro García, CMF.