Empiezo este mensaje preguntándoles a ustedes, queridos amigos radioyentes: -¿Qué quieren que digamos de San Pedro y San Pablo en esta su fiesta?… Porque decir mucho cuesta muy poco. Pero decir en pocos minutos todo lo que se quisiera decir acerca de estos inmensos Apóstoles, resulta toda una aventura…

Pedro, el instituido por Jesucristo Vicario suyo en la Tierra y cabeza visible de la Iglesia.
Pablo, el que dirá de sí mismo: “Siendo el más pequeño de los apóstoles, porque ni merezco llamarme apóstol, sin embargo he trabajado más que todos los otros juntos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo”.

Hoy celebramos la fiesta de estos dos grandes Apóstoles, coronados con el martirio durante la primera persecución de la Iglesia en el Imperio Romano bajo Nerón. Pedro —considerado un simple esclavo judío— muere crucificado con la cabeza abajo en el circo de Nerón junto a la colina del Vaticano. Pablo, ciudadano romano, cae al filo de la espada en la Vía Ostiense. Y Roma, una vez cristiana, se enorgullece con las tumbas de los dos Apóstoles como la mayor de sus glorias.

Al pensar en Pedro, nos vienen sin más a la mente tantos pasajes del Evangelio… ¡Es una figura tan noble! ¡Es tan querido de Jesús! Y si llega un momento triste en la Pasión y reniega del Maestro, las lágrimas que derrama tan abundantemente, apenas reconocida su cobardía, son las lágrimas más bellas que han honrado la faz de un hombre…
A la triple pregunta de Jesús: -Pedro, ¿me amas?…, responde con una triple confesión que nos emociona: -Señor, tú lo sabes todo. ¡Tú sabes que yo te quiero!…
No podía responder de otra manera quien, en una ocasión dolorosa de Jesús, que pregunta al ver que se queda solo: -¿También ustedes se quieren ir?…, responde en nombre de los compañeros vacilantes: -Señor, ¿y a quién vamos a ir? ¡Tú solo tienes palabras de vida eterna!…
Y es Pedro quien puso en nuestros labios la confesión perenne de la Iglesia sobre la Persona del Maestro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Y a nosotros, que confesamos esta verdad con las mismas palabras de Pedro, nos responde Jesús como contestó al querido apóstol: -¡Feliz de ti, feliz de ti!… Con lo que viene a decirnos que estaremos un día con el Padre celestial que nos lo ha revelado…

¿Y qué decimos de Pablo, el Apóstol sin más?… No sabemos que haya existido un hombre de la riqueza humana y espiritual de Pablo. Los racionalistas de los dos últimos siglos se empeñaron en negar la realidad de aquella aparición del Resucitado ante las puertas de Damasco, el hecho más trascendental de toda la Historia de la Iglesia. Pero si Pablo no vio en realidad a Jesucristo en persona, ¿Cómo se explica la vida de Pablo? No tiene explicación humana. La psicología se estrella ante esta personalidad sin igual. Mientras que si vio a Jesús —“¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues!”—, se explica con la máxima naturalidad la vida de este héroe sin igual.
Lo que debemos en la Iglesia a Pablo por sus cartas, no se lo agradeceremos ni se lo pagaremos nunca. Junto con los cuatro Evangelios, no busquemos manjar espiritual como los escritos del Apóstol.
Por esas cartas, y por lo que nos narra Lucas en los Hechos de los Apóstoles, todos hemos adivinado en Pablo al gran amante de Jesucristo.
Sólo Dios sabe hasta qué grado sube el termómetro en cada corazón. Sin embargo, parece un poco difícil ver subir la columna de mercurio tanto como en el corazón de Pablo…
Sus expresiones son inmortales.
– ¿Quién nos separará del amor de Cristo?… ¿La tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada?… ¡No! Ni la muerte ni el infierno ni nada ni nadie podrá separarnos del amor de Jesucristo…
De sí mismo confesará:
– Mi vivir es Cristo… Porque vivo yo, pero es que ya no soy yo quien vivo, sino que Cristo es quien vive en mí.
Por eso no entiende Pablo cómo puede haber alguien que no ame a Jesús, y esto le hace escribir aquel exabrupto sublime:
– Si hay alguien que no ame a nuestro Señor Jesucristo, ¡que sea maldito!
Tanto ama Pablo a Cristo, que la muerte es para él una liberación:
– El morir —y poder así estar con Cristo— me resulta una ganancia, una verdadera ganga…
El amor a Jesús le hace sentirse lleno de Cristo. Se considera —a sí mismo y a sus compañeros de apostolado— como un frasco de perfume riquísimo, de modo que por todas partes se nota su paso:
– ¡Somos el buen olor de Cristo!… Quienes lo aspiran es para vida suya; quienes lo rechazan es para su perdición.
Piensa en la otra vida, y no sabe cómo expresar su gozo y su esperanza:
– Aunque nuestro cuerpo se va desmoronando, nuestra alma se va renovando de día en día. Pues esos sufrimientos ligeros de cada día nos merecen un enorme peso de gloria; y así, no contemplamos lo que se ve sino lo que no se ve, porque las cosas que se ven son temporales, mientras que las que no se ven son eternas.

Pedro y Pablo.
Las dos columnas más robustas de la Iglesia.
Nuestros grandes maestros en la fe.
Nuestros ejemplos más luminosos de amor a Jesucristo.
¿Cómo no los vamos a admirar y a querer?…

P. Pedro García, cmf.