Domingo 20 de noviembre de 2016
34º Domingo Ordinario: Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo 
San Lucas 23, 35-43 “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino”.

Estimados hermanos y hermanas, llegue hasta ustedes mi saludo cordial. Hoy, solemnidad de Cristo Rey, finalizamos nuestro año litúrgico e inauguramos un tiempo nuevo con el Adviento que abre sus puertas la próxima semana. Por ello, a manera de culminación, la liturgia de la Iglesia nos propone meditar en el reinado de Jesús, como aquella meta anhelada a la que está llamada la humanidad y la creación entera.

El relato evangélico que se proclama este domingo nos remite a uno de los episodios centrales del camino de Jesús que marcan de manera definitiva nuestra fe cristiana: la crucifixión. Tanto es así que los primeros escritos que surgieron del Nuevo Testamento fueron pasajes aislados que recogían los acontecimientos de la pasión, crucifixión y muerte del Señor. Los escritos posteriores, como los del nacimiento, la vida pública y la resurrección, se articularon a partir de este eje y convergen hacia él. Y es que éste crucificado, “escándalo para los judíos y locura para los griegos, es fuerza y sabiduría de Dios para los que creen”; pues, como dice San Pablo: “las locuras de Dios tienen más sabiduría que las de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la debilidad de los hombres” (1º Cor 1, 24-25). En este acontecimiento doloroso, desconcertante y de aparente fracaso Dios hace brillar la luz de su misericordia en la humanidad.

En el texto aparecen, por tres veces, burlas hacia Jesús. Se burlan los jefes del Sanedrín, los soldados e incluso uno de los ladrones que fue crucificado cerca de Él. Le desafían en su papel de Mesías, Elegido y Rey, y lo retan a salvarse a sí mismo de esa hora amarga. Jesús guarda silencio. En su vida pública testimonió con profusas palabras y acciones en qué consistía su elección, mesianismo y reinado: cercanía de Dios, solidaridad, misericordia desbordada y fraternidad sin límites hacia los pobres y sufridos de Israel. Jesús nunca pensó en “salvarse a sí mismo”, sino en “salir en busca de la oveja perdida”, para sanarla y cargarla sobre sus hombros. Jesús no buscó el poder de un rey terrenal, sino servir desde el amor a aquellos que sufrían. Tal era su misión y fue fiel hasta el último suspiro.

Ante la petición del ladrón, “acuérdate de mí cuando entres en tu Reino”, Jesús le promete que hoy mismo estará con él en el paraíso. El paraíso nos recuerda al jardín del Edén, el proyecto original de Dios donde reinaba la armonía. A este hombre, desecho de la sociedad, que se arrepiente a última hora, se le otorgó sin mérito alguno el premio de la felicidad eterna; como el hijo pródigo, “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (cf. Lc. 15, 32). Todos estamos llamados a volver al proyecto original de Dios, a la inocencia original, a la fraternidad y armonía universal. Como familias cristianas debemos comprometernos a hacer posible este sueño por el que Jesús entregó su vida. La salvación es “hoy”: permitamos que el reinado de Jesús se haga posible en nuestro mundo. Este es el tiempo oportuno.