En vez del lenguaje de Isaías y de Juan el Bautista, vamos a emplear una palabra moderna para en¬tender este Evangelio de hoy.
¿Qué es eso de que Jesucristo venga al mundo y tenga que viajar por una mala carretera, llena de baches?… ¿Por qué no construirle una magnífica autopista, de modo que su carro se deslice a alta velocidad y sin peligro al dirigirse hacia nuestras ciudades? ¿Por qué nuestras calles no se limpian del barro, de las piedras, de la basura, para que camine normal por ellas cuando viene a visitar cada una de nuestras casas?…
Esto es lo que requiere la presencia de Jesucristo que llega al mundo. Que la Iglesia entera y cada uno de nosotros en particular le facilite la llegada y le dispense buena acogida. Sólo así se renovará la sociedad, se llegará a la construcción de un mundo nuevo, y todos los hombres podrán acoger la salvación.
Esta manera de hablar está plenamente acorde con el Evangelio de hoy. Aparece Juan el Bautista junto a las márgenes del Jordán, y acuden a él en tropel los habitantes de toda Judea. El austero profeta hace suyas las palabras de Isaías, y grita a todos con voz potente y celo abrasador:
– Soy la voz de uno que grita en el desierto: ¡Preparen los caminos para el Señor! Enderecen todas las sendas. Que se rellenen todos los baches. Que los montes y las colinas se abajen. Que todos los tramos tortuosos se arreglen bien. Que se allanen los rincones impracticables. Porque es cuestión de que todos vean la salvación de Dios.
La salvación que nos trae Jesucristo estaba simbolizada en la “liberación” que proclamaban los profetas antiguos.
Antes, se trataba de una liberación social y política. ¡Se acabó la esclavitud de Egipto! ¡Se acabará la esclavitud de Babilonia!
Ahora, se trata de la salvación definitiva con la liberación del pecado, causa de todas las esclavitudes. Los profetas siguen diciendo:
Dios les mandará un Redentor, que proclamará la paz con Dios y les llevará a la Patria prometida.
Dios les mandará un Redentor, que establecerá la paz en las naciones.
Dios les mandará un Redentor, que pedirá justicia y amor entre todos ustedes.
Dios les mandará un Redentor. ¿Y ya saben prepararle el camino, construirle la autopis-ta? Los baches, las piedras, la basura, el barro resbaladizo…, no dicen bien con el Salvador que llega.
La sociedad y cada uno de ustedes debe tener el corazón expedito y limpio para acoger a ese Jesucristo, el Salvador y el Soberano del mundo.
Así nos hablarían hoy los profetas. Hoy como ayer, los estorbos que encuentra Jesucristo son siempre los mismos. El orgullo que rechaza a Dios. El vicio impuro, que destruye los corazones. La injusticia y la falta de amor, que esclaviza a unos al dinero y a otros a pobreza intolerable. Nuestras tierras deben ser dignas de Jesucristo. Pero, ¿cómo?… Son dignas del Señor cuando en ellas se destierra todo eso que las afea en el orden moral y hasta humano: la falta de fe y de religiosidad; la falta de pureza en los corazones; la falta de amor hacia los herma-nos.
Se me ocurre, como una simple comparación, lo que me pasó en una de nuestras ciudades. Me encontré un barrio humilde, de gente pobre pero digna, que, al no pasar por allí camión que recogiera la basura, tiraba los desperdicios de las casas en un rincón inmundo. Animales hozando para comer algo. Moscas a montones bajo un sol ardiente. Peligro para la salud, de los niños sobre todo… Con disimulo, para no ofender a la buena gente que me pudiese ver, saqué la cámara fotográfica. Lo notó una buena persona, y pronto tenía alrededor a varias mujeres, que, en vez de matarme a improperios e injurias, tomándome por un reportero, me pedían con tesón y a gritos:
– ¡Señor periodista, saque, saque buenas fotos de todo eso y enséñelas a los de arriba, a ver si hacen algo por nosotros! Ya ve usted cómo nos tienen y nos tratan.
La lección que aprendí entonces es una lección perenne.
¿Limpios ante Dios? Sí. El pecado no dice con ese Jesucristo que ha venido a salvarnos.
¿Y ante los demás? Es decir, ¿la limpieza que exige la dignidad del hermano? ¿Nos po-demos permitir lo que le ofende, lo que le oprime, lo que le degrada?…
La liberación que nos promete Dios no es una liberación precisamente social. Es la liberación del pecado, que nos cierra toda puerta ante Dios.
Aunque la liberación del pecado exige también la liberación, simplemente humana, de todos los que por una causa u otra, y por culpa de los hombres, viven en opresión continua.
A la par que el pecado de cada uno de los corazones, debe desaparecer también el pecado social, sea del cariz que sea, para que el mundo sea digno de Jesucristo.
¡Trazar la autopista para Jesucristo!… Es la faena a que hoy nos invita el Evangelio.
No digamos que no tenemos medios para construirla. ¡Manos a la obra!
¿Quién no puede dar un vuelco al propio corazón? ¿Quién no puede trabajar algo para ir cambiando poco o poco al mundo?
Con algo de esfuerzo propio, y con la ayuda siempre de Dios, nos vamos a lucir con nuestra obra…
¡Señor Jesucristo!
Tú viniste a renovar todas las cosas y las quieres todas dignas de Dios y dignas del hombre. Danos coraje para comenzar a construir ese Mundo Mejor del que tanto hemos hablado y en el que tanto soñamos. ¿No te lo mereces Tú? ¿No viviríamos mejor nosotros?…