En plenas fiestas navideñas aún, damos un salto de siglos hacia atrás, y nos plantamos en el año 431. Vamos hasta Éfeso, la célebre ciudad del Asia Menor. Cuando se originó el tumulto creado por la predicación de San Pablo, como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, se armó un griterío fenomenal, porque todos, sin saber por qué, se abalanzaron hacia el estadio gritando como locos:
– ¡Diana, la grande diosa de los efesios! ¡Diana, la grande diosa de los Efesios!…
Por lo visto, los habitantes de la simpática ciudad gozaban con manifestaciones populares como aquélla. Los efesios paganos no sufrían que nadie les tocase a su diosa Artemisa, nombre que ellos daban a la Diana de los romanos, y aquel día les había tocado alguien aquella fibra del corazón. Se habían metido con su diosa, y los culpables la tenían que pa-gar…

Pero los efesios cristianos toleraban aún mucho menos que alguien les tocase a María, la Madre de Jesús, y esta noche del 22 de Junio del año 431 iban a repetir la aventura con otra manifestación imponente, pero no por Diana, la simpática y bella Diosa de la caza, sino por María, nuestra Virgen María, la Madre de Jesús, mucho más Reina y más robadora de corazones que la Diana de la mitología…

Los Obispos estaban reunidos en Concilio Ecuménico, de toda la Iglesia, presididos por los legados del Obispo de Roma, madre y cabeza de todas las Iglesias.
El pueblo sabía el porqué de este Concilio tan importante, y se unió fervoroso a las discusiones de los Obispos, que bajo la guía del Espíritu Santo, como los Apóstoles en el primer concilio de Jerusalén, iban a salir garantes de la verdad revelada por Dios.
Un hereje famoso, Patriarca de Constantinopla, negaba que Jesucristo fuese Dios y, por lo mismo, que María fuese verdadera Madre de Dios. Al pueblo cristiano le habían tocado la fibra más delicada del corazón. Se pasaron todo el día esperando y preguntándose unos a otros:
– ¿Qué ocurrirá? ¿Qué dirán los Padres conciliares? ¿Qué nos dirá el Espíritu Santo por ellos?…
La gente estaba a la expectativa hasta la caída de aquel día estival. Al fin, ante el silencio imponente, un portavoz del Concilio daba la gran noticia:
– Los Padres, y el Espíritu Santo con ellos, han decidido proclamar una vez más la fe de la Iglesia, bien clara y definitiva.
Todo el gentío escuchaba con el aliento en suspenso, mientras seguía el pregonero con las palabras definitorias, que se iban a hacer inmortales en la Iglesia:
– Si alguno niega que Jesús, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, es verdaderamente Dios, y por lo tanto, niega también que la Santa Virgen sea verdadera Madre de Dios, porque, según está escrito, El Verbo se hizo hombre, ese tal que sea anatema: excomunión y maldición sobre él.
El pueblo estalló en aplausos indescriptibles. Prendió miles de antorchas y acompañó por todas las calles a los Obispos hacia sus casas, gritando sin cesar y cada vez más enardecida-mente:
-¡María, Madre de Dios! ¡María, Madre de Dios, hoy como ayer, y lo será siempre!…

Dejemos a los manifestantes de Éfeso que sigan en su locura mariana. Con este hecho, conservado amorosamente por la Historia, confesaron aquellos cristianos la fe de la Iglesia en la Maternidad Divina de María.
Porque ésta ha sido siempre la fe de la Iglesia desde el principio, creída y vivida por todos los cristianos antes de que se separasen las Iglesias.

Nosotros la recordamos en este día primero de Año, al celebrar con toda la Iglesia la Solemnidad de María, Madre de Dios. Con fiesta tan hermosa se abre el Año Nuevo que Dios nos da.
No hemos relatado el Evangelio, como siempre, pero este hecho de la proclamación dogmática de la Maternidad Divina de María en el Concilio de Éfeso es la síntesis de todo el Evangelio de la Infancia de Jesús en relación a María. El pueblo cristiano ha discurrido siempre así:
– ¿Jesús es Dios? Sí; Jesús es Dios. Esto es cierto… ¿María es Madre de Jesús? Sí; también es cierto… Entonces María, la Madre de Jesús, es Madre de Dios.
Un razonar tan sencillo lo entiende cualquiera que discurra y tenga el don de la fe, como todo nuestro pueblo cristiano. Quien lo negare, sería por no querer discurrir y, lo peor, porque habría perdido la fe en la Palabra de Dios.

Al confesar la Maternidad Divina de María, tributamos una gloria inmensa a Dios Padre, que ha querido compartir su Paternidad Divina con María, verdadera Madre de su Hijo hecho Hombre.
Al llamar a María Madre de Dios, confesamos que Jesús es verdadero Dios, y todo el honor que rendimos a María va a parar sin más a la Divinidad de Jesús, el Hijo.
Al reconocer a María, la Madre-Virgen de Jesús, reconocemos la obra maestra del Espíritu Santo, pues sólo por obra de esta Divina Persona pudo concebir María de modo virginal al Hijo de Dios.
Al proclamar a María, Madre de Dios, hacemos la profesión más grande y más fundamental de nuestra fe, a saber, que Jesús es Dios verdadero y Hombre verdadero: Dios nacido del Padre antes de todos los siglos, y Hombre nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo.
Al creer en la Maternidad divina de María, vemos cómo la Virgen viene a ser la Medianera más natural entre nosotros y Jesucristo: por María vamos a Jesús, así como Jesús ha venido a nosotros por María…

¡Oh María, Madre de Dios!
Comenzamos el año proclamando la mayor de tus grandezas.
Danos tú, en cambio, el mayor de los amores, el amor a Jesucristo tu Hijo.
Con ese amor y con tu protección, ¡que buen año nos espera!…

P. Pedro García, CMF.