Uno de los santos más grandes y más queridos de la antigüedad cristiana, San Ignacio de Antioquía, discípulo de los Apóstoles y obispo, era llevado a Roma desde el Asia Menor para ser echado a las fieras en el circo. El buen viejo amaba a Jesús de una manera apasionada. Las cartas que escribió durante la travesía a todas las Iglesias donde fondeaba el barco son de una riqueza extraordinaria. Pues, bien; echado al anfiteatro, antes de que fueran soltadas las fieras, se arrodilla el mártir, y exclama:

– Nunca se arrancará de mi boca el nombre de Jesús, y en el caso de no poderlo pronunciar, jamás será borrado de mi corazón.

Destrozado el cuerpo por las fieras, los cristianos se hacen cargo después de los despojos que quedan, le abren el corazón, y encuentran grabado en él, con letras de oro, el nombre bendito de JESUS.

¿Historia esto del corazón con el nombre de Jesús?… No. Pero la leyenda, que tuvo después tanta repercusión en la Iglesia, resulta preciosa y es un comentario magnífico al Evangelio de hoy, en el que Jesús nos habla de la unión íntima que existe entre Él y nosotros.

Jesús está de tal manera metido en el corazón y en todo el ser del cristiano que los dos, el bautizado y Jesús, no vienen a tener más que una sola personalidad, porque la personalidad nuestra queda absorbida por la del Señor.

El amor de Cristo, metido en lo más profundo del corazón, es el motor que impulsa toda nuestra actividad. Diríamos que desaparece el cristiano para no verse más que Jesús.

Esta manera de hablar nuestra no es ninguna exageración. El Evangelio de hoy nos lo dice de una manera muy expresiva.

Jesús toma la comparación de las viñas de Israel. País vinícola, la viña era mimada en el pueblo. La abundancia de vino era tomada como una bendición de Dios.

Jesús se detiene un día ante la planta, la cepa, y delante de sus sarmientos cargados de racimos de uvas se pone a reflexionar y toma la comparación que un día va a exponer a los apóstoles:

– Yo soy la vid verdadera.

Permanezcan en mí, y yo en ustedes.

Así cono el sarmiento no puede producir fruto por sí mismo, si no permanece unido a la vid, así tampoco ustedes producirán fruto alguno si no permanecen en mí.

Yo soy la vid, y ustedes los sarmientos. Quien permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no pueden hacer nada.

Quien no permanece en mí es arrojado fuera. Como a la rama seca, que la recogen, la echan al fuego y arde.

Jesús hablaba de la planta de la vid que nos da las ricas uvas. Como podía haber hablado en nuestras tierras del café, del mango o de cualquier otro fruto. Es igual. La comparación la entendemos perfectamente.

Como la podían entender los apóstoles. Porque desde antiguo habían los profetas comparado a Israel con una viña. Dios la había plantado con ilusión pensando que recogería uvas en abundancia, pero la viña no le daba sino agraces, uvas agrias que no maduraban nunca y son repulsivas al paladar.

Viene ahora Jesús y nos dice que es Él la verdadera viña de Israel. Dios podrá recoger uvas sabrosas y vino exquisito en abundancia, porque todos los que somos de Cristo, unidos siempre a Él como las ramas a la planta, seremos capaces de producir cosechas enormes.

El cristiano que vive en Cristo y con Cristo, siempre unido a Él con la gracia, produce y recoge esos frutos que nos señala Jesús en todo el contexto de este Evangelio.

Unidos a Jesús tan íntimamente, estaremos en progreso constante de la santidad, pues esto significan las palabras con que concluye Jesús: “En esto va a ser glorificado mi Padre, en que ustedes van a dar mucho fruto”.

El primer fruto será la pureza de vida, pues nos dice Jesús: “Ustedes están limpios”. ¿Cómo no va a estar limpio quien no es más que una sola cosa con Cristo?…

La eficacia de la oración será otro fruto apreciado de nuestra unión con Cristo, como añade Jesús: “Si permanecen en mí, pedirán lo que quieran y les será concedido”. No podrá ser de otra manera, porque quien pedirá al Padre no seremos nosotros, sino Jesús que se ha posesionado totalmente de nosotros.

Al hablarnos hoy Jesús de esta manera nos mira como personas individuales y como Iglesia.

Sólo cuando la Iglesia está unida a Jesús formando eso que Jesús quería, “una sola Iglesia”, sólo entonces producirá la Iglesia ese fruto abundante que el mundo tiene derecho a esperar de ella.

Por eso hoy la Iglesia no tolera más esa separación y división en muchas Iglesias que ofrecemos los que nos gloriamos en el mismo y único nombre de Jesucristo.

Por eso rogamos y trabajamos todos con ilusión por la unión de las Iglesias. Sembrar división significa, hoy más que nunca, ir contra el Espíritu Santo, mientras que trabajar con amor por la unión de los cristianos es cooperar a la acción divina tan claramente manifestada en nuestro tiempo.

 

¡Señor Jesucristo!

Tú vives por la Gracia en lo más hondo de nuestros corazones,

en los que tienes tu nombre escrito con letras de oro.

Vives en nosotros porque te amamos.

Porque somos enteramente tuyos.

Porque te dejamos desarrollar tu vida y toda tu actividad por medio nuestro.

Así el mundo reconoce que sólo Tú puedes convertirlo

en el campo de las grandes cosechas soñadas por Dios…