Hoy, para todos, Año Nuevo. Para la Liturgia de la Iglesia, la Solemnidad de María, Madre de Dios. Para nuestro mundo convulsionado, la Jornada de la Paz. Para nosotros, en nuestra Emisora, un día de parabienes a todos nuestros queridos radioyentes: ¡Feliz y próspero Año Nuevo!
Esto es lo que queremos para todos.
Y lo conseguiremos, seguro, si el Año Nuevo nos trae eso precisamente: una vida nueva, como lo expresa nuestro refrán popular: Año Nuevo, vida nueva.
Lo conseguiremos con más seguridad aún, si sabemos ponerlo, desde un principio, bajo la estrella y tutela de María. Es ésta una clara intención de la Iglesia, cuando nos abre el año con una fiesta tan esplendorosa de María como es su Divina Maternidad: ¡María, la Madre de Dios!…
Lo conseguiremos plenamente, si la paz es el móvil de todas nuestras actuaciones personales y so¬ciales: desde la paz con nosotros mismos y en el seno de nuestras familias, de nuestras comunidades, de nuestros pueblos, y —¡Dios lo quiera también!—, hasta la paz en el concierto armonioso de las naciones.

Una celebración como ésta, en una fiesta que es universal, nos impone un momento de reflexión sobre ese aspecto del progreso personal. Vemos cómo nuestra vida no es más que el sucederse ininterrumpidamente de un año tras otro, hasta que llegue un año que lo comenzaremos pero que ya no lo terminaremos.
El tiempo nos lo da Dios para irnos mejorando, a fin de llegar cada uno a la perfección humana —y para nosotros, también cristiana— exigida por nuestra condición de hombres y de bautizados. Esto significa ese “año nuevo, vida nueva” del dicho popular, mucho más profundo de lo que parece.
Para el año que comenzamos, la ley del progreso debe ser un imperativo. Hay que mejorar en la sa¬lud. Hay que imponerse en los estudios. Hay que superarse en el trabajo, en la profesión y en el negocio. He de crecer vigorosamente en la relación con Dios, en la fe, la piedad y en el hacer el bien a todos. Hacemos nuestro el dicho sobre el amor: mejor que el año pasado y menos que el año que vendrá dentro de trescientos sesenta y cinco días…

Miramos ahora a María. En el Evangelio que la Iglesia nos propone en este día vemos a la Virgen convertida en el ar¬chivo viviente de los mejores recuerdos de Jesús.
Es natural. Era Madre, y a una madre no se le escapa un detalle de la vida del hijo. Y siendo no una madre cualquiera, sino la Madre de Dios, María fue la gran admiradora, la gran educadora, la gran imitadora y a la vez que la gran protectora de la vida de Je¬sús.
Hoy lo ve derramar la primera sangre en el rito de la circuncisión judía; otro día asistirá al de¬rra¬mamiento de toda la sangre del Hijo en la cruz. Fiel hasta el mayor heroísmo, con su Hijo Jesu¬cristo perseverará hasta el fin.
La Iglesia nos coloca bajo el amparo de esta Madre a lo largo del año que hoy comienza. La mira¬mos, y emprendemos la marcha, porque Ella va delante de nosotros en la peregrinación de la fe.
La miramos, y nos sentimos seguros, porque de la mano de la Madre nadie se extravía. Madre nuestra, nos ama y nos protege. Madre de Dios, lo puede todo ante el trono del mismo Dios.

Volvemos ahora la mirada a la sociedad. Cada año que comienza está cargado de interrogantes. Y la preocupación de to¬dos es la misma: ¿disfrutaremos este año del don de la paz? ¿No se nos ocurrirá engancharnos los unos contra los otros en guerras implacables?…
Por algo el Papa Pablo VI instituyó este día como Jornada de la Paz.
La Organización de las Naciones Unidas, que busque soluciones a los conflictos. Es su deber, y cuando se consigue es digna de todo nuestro aprecio y agradecimiento.

Pero nosotros sabemos que hay algo más importante que los discursos en aquel foro internacional y que los viajes de los diplomáticos.
Lo primero de que tenemos conciencia para conseguir la paz es la plegaria a Dios, sin la cual nunca la paz llegará al mundo.
Porque sin oración, sin poner a Dios en medio, no nos amaremos nunca, vencerá siempre la ley del más fuerte, y el egoísmo será el mandamás del mundo…
Por eso nosotros, todos, sin distinción de credos, alzamos las manos pidiendo a Dios que nos haga amarnos, para que las guerras se hagan un imposible en el mundo.
Donde hay amor y hay oraciones a Dios no estallan las bombas. ¿Por qué no nos amamos más, y por qué no rezamos más?…

El Faraón, según leemos en la Biblia, le preguntó al padre de José en Egipto: -¿Cuántos años tienes?… Y el patriarca Jacob respondió compungido: -Pocos y malos, los ciento treinta años míos.
En fin, ciento treinta le parecían pocos al buen viejo.
Nosotros nos contentamos con menos. Pero los menos años nuestros los queremos buenos, llenos, cargados de bienestar y de dicha, y, sobre todo, bien aprovechados en la presencia del buen Dios que nos da y nos conserva la vida.

¡Feliz y próspero Año Nuevo!, nos hemos dicho al principio y nos repetimos ahora.
A esta felicitación de todos los hombres, nosotros, cristianos, sabemos darle una carga de mucho más peso: año dichoso y abundante en bienes, pero, sobre todo, henchido de la gracia del Cielo…
Sobre todo, si el año entero va a discurrir bajo la protección de María, la Madre de Dios…