El Evangelio de hoy es esplendoroso y emocionante. Va Jesús transitando por las calles de Jerusalén o deambulando por los atrios del Templo, y se topa con un ciego de nacimiento. Los discípulos le preguntan:
– Señor, ¿por qué este hombre ha de estar así? ¿Qué pecados han cometido él o sus padres?
– Ni ha pecado él ni pecaron sus padres. Está así porque va a ser para mucha gloria de Dios.
Y, sin más, escupe Jesús en tierra, hace con la saliva y el polvo un poco de barro, y le cubre con él los ojos al ciego. Diríamos que le ha aumentado la ceguera. Pero, le da la orden:
– Vete ahora a la piscina de Siloé, y lávate bien en ella los ojos.

El ciego obedece, se lava, y salta como loco por las calles:
– ¡Que veo! ¡Que veo!…
– Pero, ¿no eres tú el ciego que pedía limosna? ¿Qué ha pasado?
– ¡Sí, yo soy! ¡Pero ahora veo, ahora veo! Todo, porque ese hombre que se llama Jesús ha hecho fango, me ha restregado con él los ojos, me ha mandado lavarme en la piscina de Siloé, lo he hecho, ¡y ahora veo, ahora veo!…

Los jefes de los judíos, religiosos puritanos y enemigos acérrimos de Jesús, están furiosos, pero divididos entre sí. Dicen unos: -¡Hoy es sábado y no se puede trabajar! ¿Cómo ese tal Jesús se ha atrevido a hacer barro con su propia saliva? ¡Ese hombre no viene de Dios!
Pero otros, más sensatos, les replican: -¿Y cómo puede un pecador realizar semejantes prodigios?

Se desarrolla ahora un diálogo patético entre los jefes y el ciego recién curado.
– Dinos tú, ¿Qué te ha hecho?
– Lo que he contado a todos: ha formado lodo con su saliva y un poco de tierra, me ha restregado los ojos, me ha mandado lavarme en Siloé, y ahora tengo vista.
– ¿Y qué dices tú de él?
– ¿De ese Jesús? Pues, que es un profeta.

Llaman los jefes a los padres, que temblaban de miedo, y les interrogan como en un tribunal:
– ¿Es éste su hijo, del que dicen que nació ciego?
Los padres responden escabullendo la pregunta:
– Miren, sabemos que éste es nuestro hijo y sabemos que nació ciego, pero no sabemos cómo es que ahora ve. Pregúntenselo a él, que ya es mayor de edad…
Y de nuevo ante el recién curado, los jefes apuran todos los argumentos:
– Vamos a ver. ¡Da gloria a Dios! Nosotros sabemos que ese Jesús es un pecador.
El que ha recobrado la vista se vuelve ahora un valiente de veras:
– ¿Qué?… ¿Ése, un pecador? Entonces, ¿Cómo es que ahora veo yo, si era ciego de nacimiento?
– Por última vez, ¿Qué es lo que te ha hecho?
– Ya se lo he dicho, ¿y para qué quieren que se lo repita? ¿Es que se quieren hacer ustedes también discípulos suyos?
– ¿Nosotros, discípulos de ése? ¡Eso lo serás tú, si quieres! Nosotros somos discípulos de Moisés, porque sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de dónde viene.
– Esto es lo raro. Que ustedes no saben de dónde viene, y, sin embargo, a mí me ha abierto los ojos. Desde el principio del mundo no se ha oído que nadie haya hecho ver a un ciego de nacimiento. Si ese Jesús no viniese de Dios, no habría podido hacer nada.
– ¿Qué dices, descarado? Estás lleno de pecados desde la cabeza hasta los pies, ¿y vienes tú a darnos lecciones a nosotros? ¡Fuera de aquí!…
El pobre hombre se marcha expulsado de la sinagoga. Jesús, a quien no ha visto aún hasta este momento, se le hace encontradizo, y le pregunta:
– ¿Crees tú en el Hijo del hombre?
– ¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?
– Soy yo, el que te está hablando.
El pobre excomulgado por los judíos, se rinde a Jesús:
– Sí, Señor, ¡yo creo en ti!…

¿Qué nos quiere decir la Iglesia hoy con este Evangelio? Sólo esto: sin la fe, éramos unos ciegos, pero, al encontrarnos con Jesús en el Bautismo, dejamos de ser ciegos y vemos con claridad toda la revelación de Dios. Es la humildad del creyente, contrapuesta a la ceguedad del orgulloso.
Solamente el que se deja iluminar por Cristo, y solamente él, es capaz de entender las verdades de Dios. Cuando hoy vemos que tantos fallan en su fe, nos preocupamos de veras, porque queremos su salvación. Queremos que todos vean. Que no haya ciegos. Queremos que todos nuestros hermanos vayan por el camino recto sin unos tropiezos que les rompan las piernas o les destrocen el cráneo…

Si queremos ahora adivinar la raíz de la incredulidad, pronto echamos de ver que todo se reduce a orgullo. No se quiere aceptar un magisterio superior, y se rechaza positivamente la enseñanza de la Iglesia. Se prefiere dejarse conducir por otro ciego, aunque tanto el director como el dirigido caigan en la hoya… Y esta comparación es de Jesús: “Si un ciego guía a otro ciego…”.

¡Señor Jesús!
Otra vez que te pedimos la humildad para creer.
Otra vez que te decimos: ¡Señor, que vea! ¡Señor, aumenta mi fe!
Te lo decimos, sabiendo que son muchos los ciegos voluntarios.
Y nosotros, por tu gracia, creemos. Creemos en Dios. Creemos en ti, el Cristo Dios y Salvador. Creemos todo lo que tú nos has dicho y has confiado a la fiel custodia de tu Iglesia.
¡Señor Jesús, consérvanos y acrecienta nuestra fe!…

P. Pedro García, CMF.