Como cada año, este Domingo penúltimo del Calendario Litúrgico de la Iglesia nos hace tender la mirada hacia adelante, adelante del todo, al último día, cuando vendrá el Señor Jesucristo a acabar la historia del mundo, a juzgar a todos y a empezar la etapa final del Reino de Dios enclavándolo en la eternidad.
Jesús nos lo anuncia con toda claridad.
Los astrofísicos nos dirán muchas cosas —y cuánto se las agradecemos, porque son bellí-simas y glorifican mucho a Dios—, sobre cómo pudo comenzar el universo y cómo podría resolverse al final. Pero nadie puede asegurarnos nada sobre cómo acabará la Humanidad. Solamente Jesucristo ha tenido autoridad para rasgar el porvenir y decirnos lo que ocurrirá al final.

Jesús nos habla con lenguaje apocalíptico y hay que entender esta manera de hablar. Pero todo se reduce a estas afirmaciones completamente seguras:
– el mundo acabará en medio de una catástrofe universal;
– Jesucristo volverá glorioso a la Tierra, resucitará a todos los muertos y juzgará a todos los hombres;
– los elegidos irán a la vida eterna y los condenados a un castigo sin fin;
– nadie sabe cuándo ocurrirá esto, porque es un secreto que se ha reservado Dios.

Al comunicarnos todo esto, Jesús lo asegura con una solemnidad inusitada, como no lo ha hecho en ninguna otra parte, y nos dice que pasarán el cielo y la tierra, mientras que sus palabras no dejarán de cumplirse una por una.

Pero vayamos al Evangelio de hoy, tal como nos lo trae Marcos.
Jesús está con los Doce en la ladera oriental de Jerusalén, contemplando el espectáculo espléndido que ofrece la ciudad, restaurada con magnificencia por el rey Herodes el Gran-de. Les anuncia cómo todo ese esplendor de la ciudad y del templo quedará reducido a es-combros después de la guerra con los romanos —que estallará pronto—, y toma esta catás-trofe de Israel como signo de lo que sucederá al final del mundo. Por eso, prosigue hablan-do de este modo:
– En aquellos días últimos, y después de esa terrible tribulación que sobrevendrá, el sol se oscurecerá, la luna ya no dará su luz y las estrellas del cielo caerán.
Ésta será la preparación para el fin. Habla Jesús con lenguaje figurado, pero quiere decir-nos que esa preparación será espantosa. Y añade sobre su venida:
– Entonces este Hijo del Hombre mandará a sus ángeles para que reúnan desde los cuatro puntos cardinales a todos los elegidos, desde la extremidad de la tierra hasta la extremidad del cielo.
Y acaba con esas palabras que nos quitan toda duda:
– El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán sin que se cumplan..
Sin embargo, para quitar de muchas cabecitas suposiciones y profecías inútiles, añade también esas otras palabras, con las cuales deshace todas las fantasías de los que se meten a profetas:
– En cuanto al día y la hora en que todo esto sucederá, no lo sabe nadie, ni los ángeles del cielo, sino sólo Dios.

¿Nos vamos a espantar nosotros con una visión como ésta? No; todo lo contrario. Cuanto más seria es, más esperanza nos da.
Aquel día será el triunfo definitivo de Jesucristo y de su Iglesia.
Aquel día sólo hará temblar a los malos impenitentes.
Aquel día será la salvación de todos los elegidos.
Aquel día empezará una gloria que ya no acabará jamás.
Ciertamente, que tal como nos lo describen los Evangelios —Marcos y Lucas, pero sobre todo Mateo— será un día grandioso. Espectáculo como aquel no lo podemos ni imaginar.
Jesucristo que vuelve a la Tierra de una manera tan diferente a como vino en Belén…
Los millones de millones de ángeles que le acompañan… Los demonios en cantidad tam-bién exorbitante que salen del infierno para ser juzgados…
Todos los hombres de todos los tiempos que salimos de nuestros sepulcros y nos reuni-mos ante el trono de Jesucristo…
Aquel oír una sentencia inapelable de condenación para unos, o la enhorabuena de todo un Dios que felicita a los otros por haberle sido fieles…
El entrar los unos en la Gloria y caer de los otros en un abismo insondable de perdición…

Todo esto no es invento de nuestra imaginación. Todo esto está claro y especificado en el Evangelio, dicho y expuesto por el mismo Jesucristo. El lenguaje será todo lo apocalíptico y figurado que queramos, pero la realidad es ésta, confesada siempre por la Iglesia en la pro-fesión de fe:
– Y de allí ha de venir Jesucristo con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino ya no tendrá fin…

El mirar el Juicio Final en el último día es para nosotros la mayor esperanza. Hacia allí vamos, y allí será el encuentro definitivo con Jesucristo en todo nuestro ser, una vez resuci-tados de nuestros sepulcros.

¡Señor Jesucristo!
Te agradecemos el que nos hayas descorrido el velo más denso del porvenir.
¡De cuántos errores, miedos y peligros nos has librado con esta tu revelación!
Ante lo que Tú nos dices, te esperamos.
Te recibiremos con gozo.
Y —¡qué bien!—, estaremos siempre contigo…