¿Cuál es la actitud de Jesucristo con el pobre que le pide ayuda? ¿Actúa el Señor como la turba, como actuaríamos a lo mejor nosotros mismos?… ¿Y qué nos quiere decir con eso de dar la vista a los ciegos? ¿No será su intención abrir más bien los ojos de las almas?… El Evangelio de hoy va a dar respuesta a estas preguntas que nosotros podríamos formularnos.

Los días de Jesús están contados. Va acercándose a Jerusalén y se halla en la ciudad de Jericó, importante, comercial, suntuosa, placentera…
Al salir ya de la población, acompañado de una gran cantidad de gente, empiezan a oírse los gritos de Bartimeo, un pobre ciego que no ve nada, pero que adivina su salvación apenas oye el nombre de Jesús. Allí está junto al camino pidiendo limosna, y empieza a gritar des-aforadamente:
– ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!…
Sus labios pronuncian un acto de fe. Reconoce en Jesús al esperado descendiente de David, es decir, al Cristo que había de venir al mundo.
La gente que va con Jesús no está conforme con esos gritos del ciego, y empiezan a gritos también contra él:
– ¡Cállate, y deja en paz al Maestro!
Pero el pobre ciego y mendigo no está para escuchar razones, y grita cada vez más fuerte:
– ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!
Jesús se detiene, y se pone de parte del ciego.
– ¿Por qué molestan al pobrecito? Llámenlo, y que venga aquí.
Muchos de entre el gentío cambian de actitud ante la resolución de Jesús, y le dicen ahora: -¡Animo! ¡Levántate, que te llama!
El ciego sabe que no se equivoca. Da un brinco, se suelta el manto, lo tira detrás de sí, y se deja llevar de la mano hasta la presencia de Jesús, que le anima más que nadie:
– ¡Bien, hombre! ¿Y qué quieres que haga contigo?
¡Vaya pregunta que le hace al ciego! Tiene éste noticia de los milagros de Jesús, y la res-puesta le sale rápida, confiada:
– Señor, ¿Qué voy a querer yo, pobre ciego? ¡Que se abran estos ojos míos! ¡Que pueda ver!…
Jesús, todo corazón, como siempre, le sonríe:
– ¡Vete en paz, que tu fe te ha salvado!
Y el ciego, ante la admiración de la turba, saltando y gritando, va detrás de Jesús contando las maravillas de Dios…

¡Qué milagro tan significativo que hace Jesús poco antes de su pasión y muerte en la cruz!
¡Cómo vamos a necesitar todos la vista bien aguda para adivinar al Hijo de David, al Cristo prometido, al Rey de Israel y del Cielo, cuando se revista de las apariencias de un criminal, de un pecador, de un maldito de Dios porque va a colgar de un madero!…
Solamente la fe nos va a decir que SÍ, que ese Jesús es el Salvador; el que nos va a llevar a Dios por el camino del sacrificio; el que no quiere reinos terrenos soñados por los judíos, sino que va a reinar desde el patíbulo convertido en trono de Rey tan singular…

Otra vez que volvemos al tema de la fe. Jesús ha hecho el milagro porque ha constatado la fe del ciego. Y el milagro de dar la vista al que nada podía ver es la imagen más perfecta de la realidad cristiana, que no consiste en otra cosa que ver a Jesús, adivinar a Jesús que pasa a nuestro lado y nos llama, hablar a Jesús, contemplar a Jesús, seguir a Jesús…
El ciego de Jericó se convierte para nosotros en un modelo del cristiano cabal.
Este ciego simpático —simpático por su valentía contra todos los que le recriminan y por su decisión invencible de encontrarse con Cristo— es un acusador del mundo moderno, incrédulo y despreocupado.

Del mundo incrédulo, porque no ve, no tiene fe, y no se da cuenta de su situación lamentable.
Del mundo despreocupado, porque no se interesa por recobrar esa fe que un día le iluminaba.
No todo el mundo es así, afortunadamente. Porque somos muchos los que, por la gracia de Dios, seguimos a Jesús como aquel gentío que le acompañaba al salir de Jericó para dirigirse a Jerusalén.

El mal de los creyentes, como somos nosotros, puede ser otro: creer y no hacer las obras de la fe.
Aquella gente que iba con Jesús no fue capaz de ayudar al pobre ciego, al que incluso regañaban fuerte porque pedía la ayuda de Jesús. Hubo de ser Jesús quien enseñase a sus acompañantes a cambiar de actitud: -¿Por qué en vez de gritar contra el pobre que me llama no le ayudan a venir a mí?…
Al fin le animaron y le ayudaron, ¡claro!, cuando vieron que Jesús se lo exigía…

Lección de fe, ¡y qué lección la que aprendemos hoy!
Ganas de ver a Jesús, es lo primero que hay que querer, sobre todo porque en Él está la salvación.
Ganas de adivinar a Jesús, cuando habla continuamente y llama.
Ganas de ayudarlo, cuando se le ve esperar a un hermano el cual sólo pide ser llevado a Jesús.

¡Señor Jesús!
Hoy no sale de nuestros labios sino la oración que nos enseñó el ciego, y que a ti te conmovió:
¡Que vea, Señor!
¡Que te vea siempre!
¡Que tenga siempre bien despierta mi fe!…

P. Pedro García, cmf.