Nos encontramos hoy ante una de las páginas más emotivas del incomparable Evangelio de Lucas, que nos narra con caracteres imborrables la aparición de Jesús Resucitado a los dos de Emaús, y con la lección más profunda sobre lo que tanto amamos: la Palabra de Dios y la Eucaristía.
Los dos pobres discípulos se dirigían a la aldea de Emaús en aquella tarde. En el camino se les hace encontradizo un viajero, que les pregunta al ver aquellos rostros alargados:
– ¿Qué les pasa y de qué hablan, que se les ve tan tristes?
– ¿Cómo? ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha ocurrido allí estos días?
– ¿El qué?
– ¡Lo de Jesús Nazareno! Un profeta poderoso en palabras y en obras. Nosotros pensábamos que era él quien iba a restaurar el reino de Israel, y ya ves en qué paró todo. Nuestras autoridades lo entregaron a los romanos, lo crucificaron, y todo se acabó desde hace ya tres días. Es cierto que unas mujeres de nuestro grupo nos han venido con el cuento de ángeles que les aseguran que Jesús está vivo; algunos de los nuestros han ido también al sepulcro y lo han encontrado vacío, pero a él no o han visto para nada.
El desconocido parece como si se enfadara, y les contesta.
– ¿Eran ustedes discípulos suyos? Pues, yo no los entiendo. ¿No acaban de ver que el Cristo tenía que padecer y entrar así en su gloria? Si no, miren las Escrituras. Desde Moisés hasta el último de los profetas, todos dicen lo mismo. Aplíquenlo a Jesús, y verán cómo todo es cierto.
Va explicando la Escritura tal como él la entiende, y así se les pasa muy rápido el camino. A los dos viandantes, sin saber por qué, les va desapareciendo la tristeza y el dolor. Hasta que llegan a Emaús, y le fuerzan al peregrino:
– ¡Quédate con nosotros, por favor! Mira que la tarde avanza, y no debes marchar adelante sólo.
El desconocido cede ante la insistencia tan sincera. Se sientan a la mesa, y es él quien se adelanta a tomar un pan, eleva los ojos al cielo, lo bendice… y se les abren los ojos a los dos, que gritan:
– ¡Si es Él!…
Fue imposible detenerlo. Su figura desaparecía misteriosamente. Y ahora se explican el fenómeno de aquella conversación al andar:
– Pero, ¿no es cierto que nuestro corazón ardía, sin darnos cuenta, mientras nos iba explicando las Escrituras por el camino?…
No se aguantan allí ni un momento más. Se levantan rápidos y desandan el camino hacia Jerusalén. Encuentran a los Once reunidos en el salón, y no acaban de explicar todo lo ocurrido. Se les amontonan las palabras, transidas de emoción:
– ¡Sí; era el Señor! Nos ardía el corazón cuando nos explicaba las Escrituras, ¡y tenían ustedes que haber visto aquella cara al partir el pan mientras miraba al cielo!…
Esta aparición es de inspiración inagotable en la Iglesia. ¡Hay que ver las veces que la contamos! ¡Y hay que ver las veces que la cantamos también! ¡Y hay que ver las veces y veces que le repetimos a Jesús las mismas palabras: “¡Quédate con nosotros!”…
Sobre el hecho de la aparición, nada tenemos que comentar. Hemos de fijarnos más bien en la gran lección tan clara, tan evidente, que ha aprendido siempre la Iglesia en esta narración bellísima. Es decir, lo que es para nosotros la Sagrada Escritura y la Eucaristía.
Jesucristo es el compañero de nuestro caminar.
Y en el camino, nos habla. A lo largo de la vida, la palabra de Jesús, que tenemos viva en el Evangelio, nos hace sentir el tono de su voz. Nos inflama el corazón. Nos consuela en las penas. Nos estimula en la lucha. Nos infunde alegría. Leer el Evangelio es conectar a cada instante con Jesús que se nos comunica.
Además de su Palabra, nos da su Cuerpo y su Sangre en el Sacramento. Con este alimento celestial, no podemos desfallecer. Puede venir la fatiga, pero seguimos siempre adelante. Quien comulga tiene fuerzas para todo.
Mientras nos dirigimos hacia la Patria, tenemos que recorrer el camino de la fe, no de la visión. ¿Perdemos por eso la ilusión de ver a Jesús ya en este mundo? No; lo vemos en fe. Y adivinamos su presencia por los signos que Él nos da de ella. Aunque entre todos los signos suyos, ninguno como el Evangelio y la Eucaristía. El Evangelio es su Palabra. La Eucaristía es su misma Persona, presente en medio de nosotros con la realidad de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cuando nos hermanamos cada Domingo en la Misa para escuchar la Palabra y recibir la Eucaristía, ¿Qué hacemos sino asistir a la renovación y actualización de aquella tarde de Emaús?…
Sentimos a Jesús en la lectura de la Palabra de Dios. Y recibimos a Jesús, que se nos da como se dio a los Apóstoles en la Ultima Cena.
Dentro de la Iglesia no han cambiado nada las cosas. Siguen iguales que el día de la Resurrección…
¡Quédate con nosotros, Señor Jesús!
Pero, ¿Cómo te decimos que te quedes, si Tú no te marchas nunca?
Será más exacto decirte: ¡Que te reconozcamos, Señor, cuando nos explicas tu Palabra y nos partes tu Pan!
¿Verdad que seguirás entonces encendiendo nuestro corazón, y seremos felices al saber que estás siempre con nosotros?…
P. Pedro García, CMF.