Un día corrió la noticia con la rapidez de un rayo por toda Palestina:
– ¡Juan el Bautista, ese gran profeta enviado por Dios, ha sido arrestado por el rey Herodes y encarcelado! El rey no soportaba más lo que Juan le recriminaba: Tú no puedes vivir en adulterio con esa mujer, cuñada tuya.
Jesús abandona entonces Judea, se retira a Galilea, deja definitivamente su pueblo de Nazaret, y se establece en Cafarnaúm, la ciudad comercial y cosmopolita, en la ribera norte del Lago de Genesaret, llamado pomposamente por los habitantes de sus entornos el Mar de Galilea.
Cafarnaúm va a ser el centro de la evangelización de Jesús. Una ciudad en la que confluyen muchos paganos de las naciones vecinas, y, por lo mismo, es para los judíos puritanos una ciudad de mala reputación en el sentido religioso. Tanto es así, que el profeta Isaías la describía desde hacía siglos como “pueblo metido en densas tinieblas”.
Pero viene ahora Jesús, y empieza a “resplandecer sobre ella una gran luz”. Tanto, que exclamará el Evangelio con las mismas palabras del profeta:
– ¡Se ha levantado una gran luz sobre los que vivían en tierra y en sombra mortales!
Jesús prende la luz cuando comienza a gritar por las calles de la ciudad, en su sinagoga y por los pueblos vecinos:
– ¡A convertirse, porque está ya a las puertas el Reino de los Cielos!
Las gentes rodean con curiosidad al joven predicador. Y hay valientes que no se detienen en nada. Como los pescadores del puerto. Jesús ve a Simón Pedro y Andrés preparando las redes para la pesca, y les invita sin más preámbulos:
– ¡Síganme, porque yo los voy a hacer pescadores de hombres!
Ve a otros dos hermanos, Santiago y Juan, que están con su padre remendando las redes, y lo mismo, con autoridad:
– ¡Vengan conmigo!
Los cuatro, sin pensárselo dos veces, dejan todo y siguen a Jesús, al que ya no abandonarán nunca.
A partir de este momento, Jesús no va a conocer un día de reposo, como nos dice el Evangelio:
– Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en sus sinagogas, predicando la Buena Noticia del Reino y curando entre el pueblo toda dolencia y enfermedad.
Éste es el hermoso Evangelio de este Domingo.
¿Qué nos dice a nosotros? Todo se centra en la luz.
Esa criatura tan bella, tan indefinible, tan importante en el universo, que para la Biblia es la primogénita de Dios: “¡Que se haga la luz!”, dijo sencillamente Dios. Y la luz que apareció inundándolo todo de esplendor…
Sin luz, es como si las cosas no existiesen, porque ni se verían, ni se disfrutarían, ni se podrían usar para nada.
Por eso Dios toma la luz, a lo largo de toda la Biblia, como el signo de Cristo y de la salvación.
Dice por Isaías refiriéndose al Cristo que vendrá: “Te he puesto como luz de todas las gentes”.
Simeón proclama al Niño que tiene en los brazos: “Luz para alumbrar a todas las naciones”.
Jesús dice de Sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”.
Y a sus seguidores les dice también Jesús: “Ustedes son la luz del mundo”.
Por el contrario, las tinieblas son el signo del demonio, del pecado y de la condenación. De aquí esas expresiones de San Pablo: “Han sido trasladados del reino de las tinieblas al Reino de su luz admirable… Antes eran tinieblas, ahora son luz en el Señor”.
Entonces, ¿Qué significa convertirse? Pablo lo escribe enérgicamente:
-¡A desnudarse de las armas de las tinieblas y revestirse de las armas de la luz!
¿Para qué seguir citando y citando más y más textos de la Biblia?…
Una cosa sacamos en claro de todas estas expresiones de la Palabra de Dios. Todas ellas nos vienen a decir lo mismo: en el mundo reina mucha oscuridad y es preciso rasgar las tinieblas del error y del pecado.
En el mundo debe brillar en todo su esplendor la Verdad de Dios.
Los hombres tienen que disfrutar de la Vida de Dios en vez estar encerrados en la muerte del pecado introducido por Satanás.
Si vivimos en Dios, si estamos en su gracia, si seguimos a Jesucristo, estamos entonces gozando de la plenitud de la luz.
La lástima para nosotros es contemplar un mundo que se aleja cada vez más de la verdad, de la gracia y de la vida de Dios para sepultarse en la oscuridad. ¿No podemos hacer algo?…
Si somos luz, ¿no podemos iluminar a quien tenemos al lado?… Basta una palabra de instrucción al ignorante, una sonrisa al que sufre, una caridad al que no tiene nada, una ayuda a cualquier necesitado, un buen ejemplo al que anda desviado…, para que cualquiera descubra en nosotros la vida, el gozo y la paz de Cristo, es decir la luz de Cristo, y tenga él también ganas de poseer ese bien inmenso del que nosotros damos pruebas y somos testimonio viviente.
¡Señor Jesucristo, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo!
¡Haznos también luz a nosotros!
Que sepamos llevar tu luz a todas partes, hasta que todos habitemos en aquella luz inaccesible que ya no conocerá ocaso…
P. Pedro García, CMF.