Podemos preguntarle a Jesús
-Oye, Señor, puesto Tú a señalarnos las dos normas de conducta moral principales de tu Evangelio, ¿Cuáles escogerías?…
Es posible que Jesús se sonría y nos responda:
-¿Han leído el Evangelio de hoy? Procuren entenderlo, y no tengo que decirles nada más.
Y así es. Porque hoy Jesús, con dos parábolas o comparaciones, nos enseña lo que es toda la sabiduría de Dios, manifestada con su ejemplo en la cruz: la humildad y el amor.
Jesús ha sido invitado a un banquete en casa de aquel fariseo principal. Atento y observador, ve cómo los invitados van eligiendo los primeros puestos y nota cómo el anfitrión no ha convidado a gente humilde, sino a los más representativos de la ciudad en mando y en dinero. Jesús es muy educado, y sin herir, medio gastando buen humor, con sonrisa maliciosa se dirige a los comensales, a cada uno en particular:
– ¿Quieres un consejo prudente? Mira, cuando seas convidado a un banquete, no te coloques por tu cuenta en el primer puesto, porque no venga otro de mayor categoría, y te diga el dueño: Amigo, ¿podrías dejar tu puesto para éste que llega ahora?… Tú entonces, con vergüenza, vas a tener que ir al último lugar, pues está todo ya ocupado. Por eso, haz lo contrario. Al llegar a la sala del convite, colócate sin más en el último puesto. Al verte el dueño, te va a decir: Amigo, ¿Cómo te has colocado ahí? Tú, aquí a mi lado… Entonces, con gran honor ante todos, irás a ocupar el primer lugar.
Aunque todos los que escuchan lo entienden a la primera, porque los judíos de entonces, como los de siempre, no tenían ni pizca de tontos, Jesús nos manifiesta bien claro su pensamiento, a ver si se nos mete a nosotros en la cabeza la difícil lección de la humildad:
– Todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
Pero falta la segunda parte, y Jesús no desaprovecha la ocasión.
Al ver a todos los comensales bien trajeados y vestidos impecablemente de etiqueta, le dice como bromeando al dueño:
– ¡Qué bien que lo has hecho! Pero, si quieres, te doy un buen parecer. Cuando prepares otro banquete, no convides a esta gente rica, porque te van a recompensar invitándote después ellos a ti, y en esa invitación tendrás tu recompensa. Hazlo al revés: convida a tu mesa a los pobres, tullidos, cojos, ciegos, a todo ese deshecho de la sociedad. Como no tendrán con qué corresponderte, déjale la paga a Dios, que te la va a dar bien buena en la vida futura…
Por más que Lucas no lo diga en su Evangelio, el convite debió seguir normal. Pero comenzó el cuchicheo irremediable: -¡Vaya con qué nos viene ahora este Maestro de Nazaret! Podía haberse guardado sus lecciones para la sinagoga o el templo…,
Eso, lo que comentaban unos. Pero otros, sensatos y más abiertos a Dios, añadían: -¡Pues, tiene razón! ¿Quién se atreve a contradecirle?…
Jesús, entre tanto, sanote y robusto, comía con buen apetito, mientras se decía para sus adentros:
– A ver si mi Iglesia aprenderá lo que acabo de decirles a todos éstos! Se lo he dicho a los fariseos, para que lo aprendan después los cristianos.
Dejamos que Jesús siga pensando mientras come, para discurrir nosotros sobre nuestra Iglesia, en la cual no hay grandes ni pequeños, porque todos somos iguales. El Bautismo, grandeza máxima del cristiano, es el mismo para todos.
Todos somos iguales, pero lo extraño es que, aprendida la lección del Maestro, el más grande por su cargo en la Iglesia se convierte voluntariamente en el servidor de todos, en el más trabajador, en el más sacrificado, y, aunque revestido de dignidad y autoridad, sabe colocarse siempre en el último lugar.
El ejemplo más claro lo tenemos en el Papa, Vicario de Jesucristo, que se llama siempre en sus documentos “Siervo de los siervos de Dios”. Lo cual no es una pura fórmula. Es algo sentido. Algo vivido. No hay nadie más sacrificado que es hombre que, encerrado en el Vaticano o en viaje agotador por el mundo, está todo para todos.
En la Iglesia tenemos todos la misma convicción, apoyados en la palabra del Señor: que cuando llegue el Juicio último, los más humildes de aquí se habrán convertido en los más grande de allá; mientras que los que no supieron ser humildes y servidores de todos, no serán tampoco los que más brillarán en la gloria…
Con la caridad, pasa lo mismo.
Los grandes poderes del mundo moderno se alían para acrecentar enormemente sus ingresos, aprovechándose precisamente de los pequeños, que se han de contentar con un jornal a veces de miseria. Pero toda su ganancia se queda en este mundo, y no traspasa las fronteras de la eternidad…
La Iglesia, no. La Iglesia prefiere, siguiendo al pie de la letra el consejo de Jesús —y sin dejar de lado a ninguno de sus hijos— optar preferencialmente por los pobres y darse sin re-compensa alguna a los más desposeídos.
Sabe la Iglesia que su riqueza son precisamente aquéllos de los que nada puede sacar; pero sabe también que Dios, el buen pagador, lo tiene todo muy en cuenta… De este modo, la misma promoción social le hace mirar a la resurrección gloriosa, a la eternidad, y no se queda sólo en un mundo que pasa…
Humildes y con corazón. Así nos quiere Jesucristo. ¿Por qué no le vamos a dar gusto?…
P. Pedro García, CMF.