Una vez más que el Evangelio nos viene a despertar de nuestra modorra, de nuestra pereza, de nuestra desidia, de nuestra comodidad…
No nos gusta el riesgo, la aventura, la vida heroica, y nos empeñamos en caminar siempre por carreteras asfaltadas sin esfuerzo alguno y de entrar por puertas amplias por las que cabe todo.
Viene hoy el Señor, y nos previene:
– ¡Al tanto con esa vida tan peligrosa! ¡A ser un poco más valientes!…
La ocasión para este consejo austero —y que no nos gusta, naturalmente— se la da la pregunta de uno del auditorio, mientras Jesús camina decidido hacia Jerusalén, donde le espera la cruz:
– Maestro, ¿son muchos o son pocos los que se salvan?
¡Cuánto que nos gustaría a nosotros ahora haber tenido una respuesta clara de Jesús! Pero Jesús fue más listo, y no quiso responder. Se contentó con decir:
– ¡Esfuércense por alcanzar ustedes la salvación!
Si hubiera dicho: -Son pocos, muy pocos los que entran en la vida eterna…, nosotros nos hubiéramos sentido aterrados, pesimistas, acobardados, y la vida hubiese sido una tortura.
Si, por el contrario, hubiese dicho: -¡No, hombre! ¿Cómo quieres que sean pocos los que se salven? Se salva la mayoría, que para eso vine yo al mundo…, nosotros entonces hubiéramos tomado la vida en broma, o poco menos.
Porque, desgraciadamente, no es raro oír expresiones como ésta: -¿Mis pecados? Sí, son muchos y graves. Pero, ¡ya pagó Jesucristo por mí, y la salvación la tengo segura!
Quienes así piensan y hablan, dejan todo al Señor y no aportan ellos esfuerzo alguno.
Queramos que no, ésta hubiera sido nuestra actitud ante el Señor:
De desesperación, porque nos hubiéramos dicho: -¡No hay nada que hacer! Todo está perdido…
O bien de frescura y de temeridad, porque hubiéramos pensado: -¿Para qué molestarse? Jesucristo lo ha hecho todo. Me basta mi fe en Él.
Al pensar y al actuar así, hubiésemos tenido eso que hemos dicho: o una vida atormentada, o una salvación en grave peligro.
Viene ahora Jesús, y, con mucha prudencia y bondad, nos responde sin responder directamente a la pregunta, sino indicándonos cuál debe ser nuestra actitud:
– Esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán meterse allí, y no lo conseguirán. Al llegar el dueño de la casa, cerrará la puerta y los que se hayan quedado fuera comenzarán a golpearla gritando: ¡Señor, ábrenos!… Pero él responderá desde dentro: No les conozco, ni sé de dónde vienen. ¡Lejos de aquí, malvados!… Entonces vendrá el llanto y el rechinar de dientes.
Y a esos que ponen toda su seguridad en la fe que tienen en Jesucristo, sin aportar su propio esfuerzo, les advierte el mismo Señor:
– Algunos vendrán diciéndome: ¡Señor, Señor, acuérdate que hemos comido y bebido contigo en la misma mesa y te hemos escuchado cuando nos hablabas en nuestras plazas!… Pero yo les responderé: Les repito, que no sé quiénes son ni de donde vienen.
¿Se muestra Jesús demasiado duro y riguroso al hablarnos así? ¿No tendremos más bien que agradecerle el habernos prevenido con tiempo para evitar la catástrofe?…
En la última Guerra Mundial, y en un frente muy arriesgado, estaban los jefes del Estado Mayor comiendo, bebiendo y pasando la noche muy divertidos… Un oficial no quiso fastidiarles la fiesta, y se calló lo que sus ojos veían. El ataque vino de sorpresa, murieron la mayoría de aquellos desprevenidos, se deshizo el frente, y el enemigo conquistó unas posiciones muy estratégicas.
En este problema de la salvación, que nos plantea el Evangelio de este Domingo, tenemos clara la doctrina de la Iglesia, sacada toda de la Palabra de Dios.
Nuestra salvación depende de dos causas totales: de Dios y de nosotros.
Dios nos llama y nos da la salvación, pero nosotros debemos aceptarla colaborando con la acción divina.
La salvación es como la bicicleta, que tiene dos ruedas, tan importante la de delante como la de detrás. No hay miedo de que falle esa rueda que es Dios; pero puede fallar la otra rueda que somos nosotros…
Hubo tiempo en el que este tema de la salvación preocupaba mucho a los creyentes. Quizá con exceso, como si Dios tuviera determinada la perdición de muchos. Eso es falso. Dios quiere nuestra salvación, ¡y la conseguiremos con su gracia y ayuda! Pero ahora corremos el peligro contrario: no nos preocupa este problema, el cual, sin embargo, es el problema número UNO que tenemos que resolver…
¡Señor Jesucristo, gracias por la austera lección que hoy nos das! En ella no hay más que amor. Eres el amigo de verdad, que no nos engaña, que nos previene, que nos ayuda, que nos da todo…
Queremos salvarnos, y contamos contigo.
Quieres salvarnos, y Tú cuentas con nosotros.
Con tu gracia, y con nuestra fidelidad, ¿Qué miedo podemos tener? La puerta de tu Corazón, y con la de tu Corazón la del Cielo, permanece abierta de par en par…
P. Pedro García, CMF.