Qué página la de Lucas en el Evangelio de hoy! ¡Y qué lección, para no olvidarla nunca más!… El discípulo que le pide a Jesús:
– ¡Maestro, enséñanos a orar!
Y Jesús que responde enseñándonos el Padrenuestro, la oración de los hijos de Dios, que iremos repitiendo millones y millones de veces a lo largo de los siglos.
Pero Jesús aprovecha la ocasión para meternos bien adentro de la cabeza la eficacia de la oración, y usa para ello unas comparaciones caseras que son un encanto.
Aquel buen hombre que a mitad de la noche va a llamar a la casa del amigo, y no le deja parar:
– ¡Mira! Ha venido un amigo mío de viaje sin previo aviso y no tengo nada que ponerle delante. ¿No me puedes dar tres panes para darle de cenar?
El de dentro responde con el mal humor que nos podemos imaginar:
– ¡Por favor, no me molestes a estas horas! Mis niños y yo estamos en la cama, y no puedo levantarme para darte nada. ¡Mañana será otro día!…
El importuno que llama a la puerta no se rinde. Golpea una y otra vez, hasta que el amigo dormilón sale echando chispas con la bolsa en la mano:
– ¡Toma, y no me molestes más! Aquí tienes tus panes, que no te los doy por ser mi amigo, sino para que no me sigas fastidiando y me dejes en paz…

Dios ciertamente no está dormido, sino bien despierto ante nuestras necesidades.
Pero la comparación de Jesús resulta colosal.
¿Qué nuestros pecados merecen que Dios se tape los oídos y no nos escuche, porque nos hemos empeñado en romper con su amistad? No hemos podido portarnos peor. Pero si oramos y oramos, si pedimos y pedimos, venceremos la justa resistencia de Dios y nos dará todo lo que le suplicamos.
Jesús, sin embargo, adivina nuestros pensamientos, y nos dice cómo se las lleva Dios con los que no se cansan de pedirle. Pasa a considerar la conducta de un padre con sus hijos. El pequeño empieza a gritar:
– ¡Papá, dame pan!
– ¿Un pan? ¡Toma una piedra, y cállate!
– ¡Papá, que quiero un pescadito!
– ¿Un pescadito? ¡Agarra esta serpiente, y verás!…
– ¡Papá, dame un huevo!
– ¿Un huevo? ¡Ahí va este escorpión, y que te pique bien!…
Jesús comenta este diálogo entre el papá y sus pequeños, sacando la gran consecuencia::
– ¿Verdad que no hay ningún padre que haga semejantes barbaridades con sus niños? Pues si ustedes, que son malos, saben dar y dan siempre cosas buenas a sus hijos, ¿Cuánto más su Padre del Cielo les dará el Espíritu Santo si se lo piden?…

Es imposible olvidar una lección de Jesús como ésta. Esas comparaciones tan familiares encierran más pedagogía divina que todas las disertaciones de los teólogos en las universidades.
Nuestro fallo está en que no rezamos. O rezamos muy poco. O rezamos mal. Porque pedimos lo que no nos conviene: en realidad, pedimos a Dios piedras, serpientes y escorpiones, es decir, cosas solamente de esta vida y para esta vida, y que, si las tuviéramos, a lo mejor nos llevarían a la perdición…
Jesús no se opone, sino que nos exhorta a que pidamos a Dios el pan de cada día, es decir, que remedie todas nuestras necesidades de la vida: salud, dinero, trabajo… Lo debemos pedir, en la seguridad de que la Providencia de Dios no nos va a fallar.
Pero lo que no fallará nunca es la petición del Espíritu Santo, es decir, los medios necesarios para alcanzar la salvación: el donde la fe, los bienes del Reino, el perdón de las culpas, el triunfo sobre Satanás, la vida eterna, sobre todo eso: la vida eterna, el Cielo… ¿Nos parece poco?

Cuando llega un tema como éste de la oración no nos cansamos de pensar, de hablar, de animarnos, de organizar Grupos de Oración… Todo eso está muy bien. Todo es interesantísimo a fin de hacernos con este don de Dios como es la oración. Sin embargo, todo se puede quedar en teoría pura.
Se ha puesto una comparación muy acertada.
– ¿Quiere usted aprender inglés?…
Déjese de métodos de inglés, que los hay a montones y con ninguno va a aprender. Métase en una escuela o vaya a Estados Unidos donde no oiga más que inglés ni pueda hablar más que inglés, y saldrá sabiendo el inglés perfectamente… En la oración, lo mismo: ¡Práctica, práctica, práctica!… Rece y rece, ore y ore, y saldrá un alma de oración…

¡Señor Jesucristo! Adivino lo contento que te puso aquella petición del discípulo: ¡enséñanos a orar!
Es lo que te digo yo ahora: ¡Enséñame, Jesús, a orar! Enséñame esta ciencia divina de la oración, que con ella tengo bastante.
Tú has empeñado tu palabra de darnos todo lo que te pidamos con fe y con insistencia. Mira mi corazón, adivina mis deseos, y dame todo, todo eso que yo necesito y quiero…
Aunque lo que más quiero y te pediré ―¡hasta cansarte!― es tu Gracia, y con tu Gracia, la Vida Eterna, tu misma Gloria. Con esto me contento, con esto me contento…, con ese Cielo y esa Gloria en que Tú estás…

P. Pedro García, CMF.