El Evangelio de este domingo, a pesar de su extrema sencillez, es de una profundidad sorprendente y contiene unas enseñanzas de Jesús preciosas, encerradas dentro de unas parábolas encantadoras.
La primera nos cuenta lo que le ocurrió a un labrador, que no era el dueño del campo sino un jornalero. Estaba dándole a la tierra, cuando el arado o el azadón dio con una caja fuerte de hierro, que le hizo exclamar con sorpresa grande:
-¿Qué es esto?…
La desentierra, la abre, y se encuentra allí con monedas de oro y plata, con joyas, con toda una verdadera fortuna. ¿Qué había ocurrido?…
Jesús no lo cuenta, porque no desarrolla esta parábola, pero se adivina todo.
Hacía mucho tiempo que había empezado una guerra o se había echado en la región una banda de ladrones, y el dueño de aquel campo había escondido todos sus valores en la tierra hasta que pasara el peligro. Pero el buen hombre murió inesperadamente y nadie sabía el secreto. Pasa el tiempo, y después de muchos años viene este peón y da con semejante riqueza. Es un judío fiel, sabe que el tesoro hallado pertenece al amo, dueño del campo, pero tranquiliza su conciencia de una manera muy interesante.
-¿Qué hago? No me lo puedo quedar, porque sería un robo. Lo más fácil es comprar el campo sin decir nada de lo ocurrido, y, dueño ya del terreno, seré también el dueño de esta caja fuerte…
Dicho y hecho, regresa del trabajo y vuelve loca a su mujer, a los hijos, a los vecinos, porque vende todo, hasta la casa, para hacerse con el dinero necesario a fin de comprar aquel campo misterioso… De la noche a la mañana se ha convertido en un rico de verdad…
La segunda parábola que propone Jesús tiene el mismo contenido y da la misma lección.
Va por las calles voceando su mercancía un vendedor ambulante de joyas, y un judío listo y muy entendido ve en el cestillo una piedra preciosa de un valor inestimable, y se dice entusiasmado:
-¡Si me hiciera con esta joya!…
Empieza el regateo, y al fin llegan los dos a un acuerdo. El precio es muy subido, pero el comprador no se rinde. Y hace lo mismo que el peón del campo: vende todo hasta la camisa, como decimos nosotros, y hace suya esa joya deslumbrante…
El pensamiento de Jesús es claro. Todo lo del mundo no vale nada en comparación de las riquezas del Reino de Dios. La fe, la gracia, la virtud cristiana, el Cielo que promete y que da… superan todos los cálculos que podemos hacer en esta vida.
Con todo, viene una segunda parte, que responde a una inquietud nuestra. Porque nos preguntamos:
-Si tanto vale el Reino de Dios en nosotros, ¿Cómo es que hay tantos hombres que lo rechazan? ¿Cómo entre los mismos cristianos hay tantos que viven de manera indigna de su Bautismo? ¿Cómo vemos tantos malos entre los buenos? ¿Tendremos todos al final la misma suerte?…
Jesús responde con otra parábola o con una comparación de lo que sus oyentes ven cada día a las orillas del lago. Y les dice:
– El Reino de los cielos es como lo que les pasa a los pescadores. Echan la red al agua y se llena de peces. La arrastran a tierra, la sacan fuera, y empieza la selección. Toman los pescados buenos y los meten en canastos, agarran los malos y los botan lejos en la basura… Esto va a ocurrir al fin del mundo. Enviaré a los ángeles y separarán a los buenos de los malos. A los buenos los llevarán para ser servidos en la mesa del Cielo y arrojarán a los malos en el horno encendido, donde no habrá más que llanto y rechinar de dientes.
Así se explicaba el Señor, así respondía a la gran inquietud de los judíos: ─¿Cuándo llegará el Reino de Dios?─, y así satisface nuestra legitima curiosidad, porque nos interrogamos también muchas veces:
– ¿Qué hemos de pensar sobre el Reino de Dios y sobre la Iglesia? ¿De qué manera pertenecemos al Reino unos y otros? ¿Qué será de los buenos y de los malos al final, aunque ahora estemos en la Iglesia todos mezclados?…
Con la venida de Jesús, con su predicación, con su muerte y su resurrección, el Reino de Dios quedó iniciado en la tierra. Y Jesús instituyó la Iglesia como principio y semilla del Reino, a la vez que como medio para ingresar en el Reino y como el terreno más apropiado para vivir la vida del Reino.
Al final de los tiempos no quedará más que la Iglesia glorificada, que será la consumación total y definitiva del Reino de Dios. Jesús habrá entregado al Padre un Reino universal y eterno, en el que Dios será todo en todos. Los malos habrán corrido una suerte muy diferente… Esto está claro.
Y también están muy claras las conclusiones a que nosotros llegamos en nuestra reflexión.
¿Algo más valioso que la Gracia de Dios, que es la vida del Reino? Imposible.
¿Algo más grande que la Iglesia, expresión concreta del Reino de Dios en el mundo? Imposible.
¿Algo más trágico que perder la fe y abandonar la Iglesia, pasándose a otros bandos? Nada peor.
¿Actividad más gloriosa y meritoria que trabajar por el Reino dentro de la Iglesia? Ni soñarlo…
¡Señor Jesús!
Al darme la fe y al hacerme vivir en tu gracia, me das la mayor riqueza en que yo podría soñar y me destinas a tu Reino eterno.
¿Sabré conservar estos tesoros, sabré perseverar, sabré trabajar por el Reino?…
Todo pasa en el mundo. Sólo Tú permanecerás para siempre…
P. Pedro García, CMF.