La escena que hoy nos trae Lucas en su Evangelio es de una sencillez encantadora y de unas enseñanzas muy provechosas para la vida de la Iglesia.
Jesús se presenta en Betania improvisadamente, pues el teléfono, el fax y el Internet para avisar estaban a muchos siglos de distancia todavía…
No viene Jesús solo, sino que le acompañan los Doce. Y trece nuevos comensales en la mesa son muchos para una sola mujer, que ha de multiplicarse en la cocina y en el comedor.
Y Marta es así. Trabajadora, nerviosa, diligente, quiere llegar a todo, pero le es imposible.
Mientras tanto, su hermana María, enamoradiza y pegajosa, se sienta tan tranquila a los pies de Jesús, y allí se le pasa feliz el rato, escuchando sin cansarse al Maestro querido.
Las dos hermanas aman por igual a Jesús, pero cada una le manifiesta el amor a su manera.
Marta, deshaciéndose en el servicio de la mesa.
María, por el contrario, escuchando sin perderse una palabra.
Hasta que viene la queja muy justificada de Marta:
– Pero, Maestro, ¿no te das cuenta del trabajo que tengo, y mi hermana tan remolona a tus pies? ¡Dile que me eche una mano, y ya te escuchará después cuanto quiera, que tiempo tendrá!
Jesús disfruta por igual con el amor de una como de la otra. Pero interviene, dándonos una lección que la Iglesia no va a olvidar jamás:
– ¡Marta, Marta! Tú te preocupas por muchas cosas, cuando una sola cosa es la necesaria. Tu hermana María ha escogido la parte mejor, y nunca le será quitada.
¿Dónde está la lección tan profunda de esta página de Lucas, una de las más leídas de su Evangelio?
Es una lección con dos capítulos distintos, e importantísimos los dos.
El primero, es el de la hospitalidad que se le hace a Jesucristo y el trabajo que se derrocha en su servicio.
El otro capítulo es el de la escucha de la Palabra y de la contemplación de Cristo, ocupación primerísima del cristiano.
Jesucristo ha venido al mundo, y los suyos, nos dice Juan al principio de su Evangelio, no le han querido recibir… Se ha presentado como un peregrino, no se le ha reconocido, y los llamados se han quedado sin la salvación…
¿Todos han despreciado la salvación traída por Jesucristo? No. Eso lo han realizado muchos. Porque otros muchos le han abierto las puertas de su corazón, ha entrado en él Jesús, y se han hecho dignos de llegar a ser hijos de Dios.
Estos últimos se parecen a Abraham, el patriarca, que abre su casa a aquel peregrino acompañado de dos hombres más, y, después de haberle atendido con generosa hospitalidad, se da cuenta de que ha acogido al mismo Dios acompañado de dos ángeles…
Acogido también así Jesús, reconocido, y después de haberse dado a Él por la fe y el amor, viene el servirlo y el trabajar por Él hasta agotarse. El trabajo será una vez el apostolado, para llevar su salvación a todos; y otra vez será el atender a Jesucristo en el hermano, en el pobre, en el enfermo, en cualquier necesitado
En su propia Persona o en el hermano, pero será siempre Jesucristo quien nos pide hacer algo por Él.
La Iglesia ha entendido esto siempre así, y así ha servido siempre a Jesucristo: lo mismo en el campo misional, que en el culto del templo, que en el hospital, que en pobre del barrio marginado, que en el niño perdido en la calle, que en el cliente de la tienda o en cualquiera que nos pide un favor…
No trabajar por el hermano es no trabajar por Jesucristo. Servir a los demás es servir a Jesucristo en persona, porque se ha identificado con cada uno de los suyos.
Fue el papel que Marta desempeñó a perfección en Betania. Jesús y los suyos estuvieron todos servidos de maravilla…
Pero, ¿Cuándo es esto posible? ¿Cuándo se encuentra así a Jesucristo? ¿Cuándo se le adivina en el necesitado, para servirle a Él, al mismo Jesucristo? Solamente se consigue esto cuando se le ha conocido en la escucha de la Palabra y en la contemplación de la oración. Sin conocer a Jesucristo, no se le ama. Sin amarle, no se le sirve. El trabajo apostólico como la atención a los demás, a los necesitados sobre todo, sólo es posible y es eficaz cuando procede de la fe y del amor. De lo contrario, es puro nerviosismo, puro desahogo natural, pura filantropía, pero no es caridad sobrenatural que venga de Dios ni lleve a Dios.
La Iglesia —modernamente, sobre todo— lo ha entendido siempre así y no se cansa de recordarnos esta lección de Jesús: trabajo y oración, oración y trabajo. El trabajo es muy importante, pero la oración lo es mucho más. Antes que darle a Jesucristo nuestras manos para servirle, le damos los ojos para mirarlo, los oídos para escucharlo, el corazón para amarlo…
Fue el papel desempeñado también a perfección por María en la entrañable casa de Betania.
¡Señor Jesucristo! ¿Cómo me quieres ver a mí?…
No hace falta que me lo digas. Ya se lo dijiste a las amigas de Betania. Que yo –hombre o mujer, mujer u hombre, lo mismo da– trabaje por ti y por el hermano como Marta la diligente, pero sin perderte nunca de vista a ti, como María la enamorada…
P. Pedro García, CMF.