Sabemos por el Evangelio que Jesús solía hablar siempre a la gente por medio de parábolas. Son preciosas de verdad, geniales, de lo más rico que tiene la literatura universal.
Pero la parábola del sembrador se ha hecho célebre entre todas por haber sido la primera que dictó Jesús. Además, entraña una lección perenne, inmortal. Quien quiera conocerse cómo está en la presencia de Dios, no tiene más que aplicarse esta parábola en todos sus miembros.
El escenario que escoge el Señor es bello porque sí. Ante tanta gente, no tiene más remedio que subirse a una barca, y defendido de la gente por el agua, como por una valla, les expone:
– Salió el sembrador a sembrar su semilla. Parte del grano cayó en el camino duro; bajaron los pájaros de cielo, y se lo comieron. Parte cayó entre las piedras que bordeaban el campo, y, como no había tierra suficiente, la semilla germinó pronto, pero se secó en seguida. Otros granos cayeron entre zarzas y espinas; germinó pronto, pero las zarzas eran más poderosas, y la ahogaron. Parte cayó en tierra buena, germinó, y dio una magnífica cosecha: parte del grano rindió el ciento por uno, parte el sesenta, parte el treinta.
Jesús no dijo más. Añadió solamente: -Quien pueda entender, que entienda…
Pero, ¡claro!, los discípulos no se resignaban a no entender todo el significado, y le preguntaron después en privado, con un diálogo animado:
– Maestro, ¿Qué quiere decir eso de la semilla?
– ¿La semilla? Es la palabra que yo siembro en la tierra de los corazones. Bien claro.
– Pero, ¿Cuál es la que cae en el camino?
– Muy sencillo. Es la que escuchan los de corazón duro. Los que ni quieren escuchar. Los que están sometidos al demonio, el cual, como los pájaros, se encarga de hacérsela olvidar de inmediato.
– ¿Y la que cayó entre las piedras?
– Esta semilla es la que cae en corazones entusiastas. Pero no tienen convicciones hondas. Son ligeros. Nace la semilla pronto, pero, al no tener tierra suficiente, muere apenas se presenta la primera dificultad.
– ¿Y la que cayó entre las espinas?
– Sí; ésta germina y sube bien. Pero los que la reciben están muy preocupados con su dinero, con sus diversiones, con sus pasiones… Todas esas preocupaciones de la vida impiden a la semilla llegar a sazón, y se queda sin producir ningún fruto. O la palabra o el mundo: y escogen el mundo…
– ¿Y la de la tierra buena?
– Esto es muy fácil de entender. Son aquéllos que tienen el corazón bien dispuesto. Y hacen fructificar la semilla. Pero, no todos tienen la misma generosidad, no todos son lo mismo de valientes para dar todo a Dios. Unos se contentan con pocas obras buenas. Otros abundan mucho más. Y otros, por fin, lo dan todo a Dios, no se reservan nada. Producen cien por un solo grano…
Realmente, que esta parábola no es para explicarse. Es tan clara, tan nítida, tan inteligible, que, mejor que las explicaciones, son los ratos que nos hace pasar en la presencia de Dios examinando nuestras conciencias…
Todos escuchamos la Palabra de Dios.
O la leemos en la Biblia, o se nos explica en la predicación de la Iglesia, o la sentimos en lo íntimo de nuestra conciencia.
Dios nos habla, y Él espera una respuesta.
¿Qué le decimos a Dios con nuestras palabras, qué le contestamos con la oración, y, sobre todo, qué le probamos con nuestra manera de actuar en la vida?…
Nosotros, por la gracia de Dios, no somos el camino duro. Si lo fuéramos, no estaríamos ahora escuchando un comentario al Evangelio.
Los del camino duro, ni se molestan en oír la Palabra de Dios. No les interesa. Sin que se den cuenta, llevan a su lado al demonio, que se encarga, como buen pájaro que es, de taponarles los oídos y de quitarles toda idea de Dios, de la vida eterna, de su propia salvación. Los deja que duerman tranquilos…
Permanecer indiferentes ante la Palabra de Dios es una de las señales más preocupantes de que una persona va por la senda de la perdición. Por el contrario, la afición y la asiduidad a escuchar lo que Dios nos dice y la Iglesia nos enseña es una señal inequívoca de que Dios nos llama y nos espera.
Si no somos el camino, gracias a Dios, ¿no nos dicen nada las piedras, las de los entusiastas inconstantes?… ¿Y eso de las zarzas y las espinas…
Si no es Dios la primera preocupación de la vida, sino que se pone en su lugar el dios oro, el dios placer, el dios popularidad, viene el fracaso más lamentable. Las zarzas tienen una fuerza tremenda para impedir el desarrollo de cualquier otra planta a su alrededor.
No; nosotros no queremos ser nada de eso. Ni camino duro, ni tierra con pedruscos o cubierta de zarzas…
Queremos ser tierra fértil. La de ésos que se convierten en los grandes de la Iglesia.
La de ésos que enorgullecen a Cristo, porque le dan el todo, al cien por cien…
Queremos, en fin, ser la tierra que nunca hace fracasar a Cristo, porque sabe bien dónde deposita la riqueza de su Palabra.
¡Señor Jesucristo, deposítala en mi mente y en mi corazón!…
P. Pedro García, CMF.