El domingo pasado, si lo recordamos bien, Jesús nos advertía que debemos estar preparados ¬para cuando Él viniera, y nos lo avisaba con la parábola encantadora de las diez muchachas. “¡Al tanto!”…, nos venía a decir.
Hoy da un paso más, y con otra parábola más seria nos dice cómo debe ser nuestra preparación. ¿Debemos esperarlo pasivamente? ¿O nos quiere metidos en una actividad incansable?…
Como eso de talentos no lo entendemos hoy como unidad monetaria, hablemos de dólares…
Pues, bien. Aquel señor rico iba a emprender un viaje muy largo, tardaría mucho en regresar, y no quiso que su dinero estuviera inactivo. Llama por lo mismo a sus criados y, mirando la capacidad de cada uno, les encomienda a cada uno una cantidad determinada. A uno le confía cien mil dólares, a otro cincuenta mil, y a un tercero le entrega solamente mil.
– Tómenlos, y háganlos producir.
El dueño se marchó lejos. Y los empleados empezaron a negociar con la cantidad que habían recibido. El de los cien mil dólares era un tipo muy espabilado, trabajó duro, y ganó otros cien mil. El de los cincuenta mil hizo lo mismo y dobló la cantidad. Pero el tercero, el de los mil, prefirió no complicarse la vida, cerró el dinero en una caja segura, la escondió en tierra, y se quedó tan tranquilo…
Al cabo de mucho tiempo regresa el dueño y llama a los empleados. El primero, con legítimo orgullo, le dice al patrón:
– Cien mil dólares me confiaste. He trabajado fuerte, y aquí tienes otros cien mil más que he ganado.
El dueño sonríe, y le premia:
– ¡Bien, empleado bueno y fiel! Ya que has sido fiel y diligente en lo poco, te daré autoridad sobre mucho. ¡Entra en la fiesta de tu señor!
Se presenta el de los cincuenta mil, y lo mismo que el primero:
– Señor, cincuenta mil dólares me confiaste. He negociado con ellos, y aquí tienes otros cincuenta mil.
– ¡Muy bien, por ti también! Fiel en lo poco, te voy a confiar mucho. ¡Entra también en mi fiesta!
Se acerca el tercero, y le habla con prudente descaro:
– Señor, yo sé que eres riguroso y que quieres cosechar donde no has sembrado. Tuve miedo de perder tus mil dólares, los escondí en tierra, y aquí tienes lo tuyo.
El dueño monta en cólera:
– ¡Criado perezoso, por tu propia boca te condeno! Si sabías que era riguroso, ¿por qué no metiste los mil dólares en el banco, y al regresar los hubiera recobrado al menos con los intereses?
Entonces encarga a los criados asistentes:
– Quítenle los mil y dénselos al que tiene cien mil, porque a aquel que tiene se le dará y abundará, y al que tiene poco se le quitará hasta lo poco que tiene.
Y vino la sentencia peor:
– Y a este siervo inútil átenlo de pies y manos y métanlo en la cárcel oscura. Allí será el llorar y el rechinar de dientes…
La parábola narrada por Jesús es dura, ciertamente. Y la lección es tremenda. ¿Somos diligentes todos los hijos de la Iglesia con la gracia que hemos recibido de Dios en nuestro Bautismo?
No se trata de esperar la vuelta de Jesucristo al final de los tiempos y cada uno en el día de su muerte de una manera pasiva, atontada, sin hacer nada, sino de poner toda la diligencia en hacer rendir el capital que el Señor nos ha confiado.
Hoy el mundo espera mucho del cristiano. Porque nos presentamos como los portadores de la salvación de Jesucristo y que nosotros hemos de llevar a todos los hombres.
No podemos tener escondido el don de Dios. Hay que hacerlo producir.
Católico que no trabaja por mejorar el mundo traiciona a Jesucristo.
No todos tenemos ni la misma capacidad ni las mismas oportunidades. Pero todos podemos hacer algo y mucho, cada uno en su ambiente, en su entorno y con los medios a su disposición.
Lo mismo cabe decir en el plan de la santificación propia y personal de cada uno.
La gracia de Bautismo se metió en nuestro ser como una semilla. ¿Trabajamos fuerte de tal manera fuerte que llegue a convertirse en árbol frondoso?…
En el Bautismo nacimos como hijos de Dios, como miembros de Cristo y como templos en construcción del Espíritu Santo.
Nos preguntamos ahora sobre estas realidades expresadas por San Pablo:
¿Desarrollamos en nosotros la vida del infante, o se queda éste en un eterno bebé?
¿Llega Cristo en nosotros a su perfección plena, o se queda enano?
¿Se termina la construcción del templo, o no pasa de los cimientos?…
El trabajo de cada día, la oración, los Sacramentos, la fidelidad a los deberes propios, la ilusión por la virtud, son el riego fecundo y el alimento fuerte con los que se desarrolla hasta consumarse la vida divina que Dios metió en nuestro ser.
Es cuestión de no tener inactivos los dones de Dios.
Es cuestión de poner esfuerzo cada día.
Si se trata de la vida divina, el cristiano está en actividad constante.
¡Señor Jesucristo!
¿Cómo me encontrarás cuando Tú vuelvas? ¿Con las manos llenas o con las manos vacías?…
Espero darte la sorpresa de haber multiplicado por muchos miles todos tus tesoros…
P. Pedro García, CMF.