¡Señor Jesucristo, mi Señor Crucificado! Otro día que no quiero hablar de ti, sino hablarte a ti.
Pero, ¿se puede hablar con un muerto? ¿Se puede hablar contigo, clavado sin vida en una cruz?…
En este Viernes Santo no veo más que un cuerpo destrozado, unos músculos rígidos, una cabeza caída, un pecho rasgado, y, en torno a ti, un silencio sobrecogedor…
Y, sin embargo, Tú hablas, y escuchas, y recibes, y abrazas, y ofreces tu sangre embriagadora al que te besa con amor las llagas…
Así, así vengo yo ahora a ti. En esa Cruz has asentado tu cátedra de Maestro, y me das tus lecciones más soberanas. ¿Las quiero aprender?…
Me das una lección de amor, ante todo. Tu apóstol Pablo nos lo dice de una manera ponderativa:
– ¡Cristo, que me amó y se entregó a la muerte por mí!…
¿Tanto te interesaba yo, Jesús, que el Rey del Cielo haya bajado hasta aniquilarse de esta manera para salvarme a mí, que no merecía más que la ira de Dios?… ¡Por mí has muerto, Señor! Y esas tus cinco llagas son otras cinco bocas que, en silencio potentísimo, están jurando que Tú me amas.
Lección de entrega al Padre, que busca obediencia humilde, confiada y amorosa de la criatura. Contra el soberbio que rechaza a Dios, Tú te presentas ante Él como Siervo humilde que se rinde al Creador:
– ¡Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya!… ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!…
¿Aprenderé de ti, Señor Jesús, a ser obediente a Dios, a entregarme a su voluntad divina, a fiarme de mi Padre que me ama, a esperar en Él contra toda esperanza?…
Me das, Jesús, otra lección de viva esperanza, también. Hoy veré en la función sagrada y severa del culto cómo el Sacerdote levanta la Cruz en alto, y proclama a los cuatro vientos:
– ¡He aquí el madero de la Cruz, del cual estuvo pendiente la salvación del mundo!
Yo, Señor, no me puedo perder mientras esté con los brazos agarrados a esta tu Cruz.
En ella tengo la vida de Dios, que Tú me has merecido y que dejas escapar a torrentes por ese agujero que la lanza despiadada ha abierto en tu costado.
No podrá hacerme nada el enemigo, si me meto audazmente por esa hendidura y me encierro en tu divino Corazón…
Aprendo también de ti, Jesús mío Crucificado, una lección de esa generosidad que tanto necesito.
Cuando me sobreviene una contradicción, te digo que NO.
Cuando aparece el dolor, te digo que NO.
Cuando me pides un sacrificio, te digo que NO.
¿Podré seguir diciéndote siempre que NO, cuando esperas de mí un SI generoso, para corresponder con amor al amor inmenso que me demuestras con tu Cruz?…
Desde esta tu Cruz, Señor Jesús, me enseñas finalmente a valorar la muerte, la de los míos y la mía propia.
¡Qué dulce debe ser el morir dándote un beso a ti en tu Cruz!
Hay quienes hacen desaparecer imprudentemente tu Cruz del hogar, para sustituirla con cuadros más del día… No seré yo quien lo haga ni lo diga, Señor.
La Cruz que besarán mis labios al morir, y la Cruz que coronará mi tumba, esa misma Cruz quiero que bendiga y santifique todos los actos de la vida en mi hogar.
¡Lo que dice tu Cruz! ¡La paz y el consuelo que nos trae cuando perdemos a uno de esos que son un pedazo de nuestro corazón!…
Aquel poeta cristiano lo cantó bellamente cuando en su juventud vio que el hogar perdía el sostén y el calor de los papás: Contemplando el Crucifijo, pudo exclamar:
Ese Cristo, sin arte y sin historia,
fue para el pobre hogar que le dio abrigo
urna de bendición, fuente de gloria
y mudo, sí, pero inmutable amigo.
Por Él, cuando la hambrienta sepultura
aquel honrado hogar dejó vacío,
tuvieron, ¡ay! sus hijos sin ventura
a quien llamar llorando “¡Padre mío!”… (Núñez de Arce)
Mirándote en tu Cruz, esperaré yo también el instante supremo, porque quiero que seas Tú, Señor Jesús, quien recibas mi último beso. Por eso, te digo también con otro poeta delicado:
Y así, con la mirada en Vos prendida
y así, con la mirada prisionera,
como la carne a vuestra Cruz asida,
quédese, Señor, el alma entera,
y así, clavada en vuestra Cruz mi vida,
Señor, así, cuando queráis, me muera (R. Sánchez Mazas)
¡Señor Jesucristo! ¡Señor de la Cruz del Viernes Santo!
Tu Iglesia te mira como la fuente de la salvación. ¡Sálvanos, Señor, que no perezcamos!
El mundo te necesita. ¡Que tu sombra cobije, Señor, la Tierra entera!…
P. Pedro García, CMF.