¡Qué instinto cristiano el que guía en este Sábado la devoción de nuestros pueblos! Y no se equivoca. ¡Qué se va a equivocar una piedad semejante!… Mira nuestro pueblo el Calvario, y no ve más que una cruz desnuda. Mira el sepulcro, y ahí adivina un cadáver frío, sin vida. Jesús ya no sufre.
Pero, ¿y su Madre? ¿Qué le pasa a María? Y la ve anegada en un mar de dolor, de soledad, de sufrimientos inimaginables. Le rodean dos o tres amigas. A su lado está Juan, un muchacho, el nuevo hijo que Dios le ha dado y a cuyos cuidados la confió el mismo Jesús moribundo.
Aquel atardecer y aquella noche del viernes, y todo el día del sábado hasta entrada la noche, esta Madre incomparable, con el corazón destrozado, ahogándosele el pecho, con los ojos entornados dejando caer lágrimas amargas, muy amargas, se va repitiendo una y otra vez, con voz muy queda:
– ¡Han matado a mi Hijo! ¡Han matado a mi Hijo!…
Esto es lo que hoy ve y contempla adolorido nuestro pueblo cristiano. Y expresa su condolencia a María y le da el pésame acompañando su imagen en la clásica procesión del Encuentro.
Lleva María más de treinta años pensando lo mismo. Se ha preguntado muchas veces: ¡Aquella espada que me profetizó Simeón! ¿En qué va a consistir esa espada?…
Ahora se le fueron todos los interrogantes. Ahora sabe lo afilada que ha sido el arma y lo adentro que se ha metido en su Corazón.
La película de la Pasión de Jesús desfila sin cesar por su imaginación tan viva.
Se ha enterado de todo lo que no ha visto, y ha contemplado personalmente la tragedia del Calvario.
Todo pasa una y otra vez ante sus ojos, mientras se va diciendo:
*¿Tanto sufrió Jesús en el Huerto, que hasta sudó sangre?…
¿Así juzgaron los tribunales a mi Jesús, hasta condenarlo por blasfemo y revolucionario?…
¿Toda la noche se la pasó encarcelado, maltratado y golpeado por los criados del pontífice?…
¿De loco vistió Herodes a mi Jesús?…
Pero, ¿tan bárbaramente lo azotaron?… ¿Y esa corona de espinas le pusieron en la cabeza, en ese trono le sentaron y ese cetro pusieron en sus manos? Si el Ángel me dijo a mí que mi Jesús iba a heredar el trono de David, y que su reino iba a durar para siempre…
¡Y ese caminar por las calles de Jerusalén cargado con la cruz y hecho la burla de todos!…
¡Y esos martillazos en el Calvario para sujetar al madero sus manos y sus pies!… ¡Y esas tres horas horribles!… ¡Y aquel cadáver cuarteado sobre mis rodillas!…
¿Éste es el Jesús que yo fajaba de niño, el que me arrancaba aquellos besos, el muchacho que yo veía crecer tan bello?…
¿Éste es mi Jesús, el que recorrió todos los pueblos predicando el Reino de Dios, haciendo el bien a todos, y así le han pagado?…
¡Jesús, mi Jesús! ¿Cómo te han tratado así, cómo te han matado así?…*
¿Se hizo María estas preguntas? ¿Es esto verdad?…
Sí. Esta es la verdad. No nos inventamos nosotros preguntas semejantes. Esto fue así. Tuvo que ser así.
De no haber sido de esta manera, indicaría que la Virgen no fue verdadera Madre de Jesús ni el Hijo de Dios verdadero Hijo de María.
El Evangelio de la fe, escrito por el Bautismo en nuestros corazones, nos lo dicta sin temor a equívocos ni malentendidos:
María, la Madre Dolorosa, fue asociada a Jesucristo el Redentor. En la Hora suprema de Jesús, allí estaba Ella, al pie de la cruz, sufriendo en su propio Corazón todo lo que su Hijo Jesús padecía en su cuerpo y alma adorables.
Hoy María en el Cielo es Abogada nuestra ante Jesucristo el Redentor y ante el Padre.
¿Y cómo Dios no va escuchar la plegaria de María en favor nuestro, cuando por amor de Dios, en acto de obediencia a Dios, ofreció su Jesús a Dios, uniéndose al mismo sacrificio del Redentor?
Un cristiano santo, el Beato Luis Martin, cuando ofreció a Dios la última de sus hijas, Teresa —su Reina, como la llamaba— para que se encerrase en la clausura del convento, dijo con generosidad conmovedora en medio de un dolor profundo:
– Quisiera tener alguna cosa mejor que ofrecer a Dios.
Aquel padre incomparable no tenía nada mejor que aquella hija adorada, la mayor Santa moderna, Teresa del Niño Jesús.
Éste es el gesto de María. No tenía nada mejor que su Jesús —¡vaya hijo! ¡éste sí que era lo mejor de lo mejor!— y esto es lo que ofreció a Dios, nada menos que como Víctima del Calvario, para que fuera la salvación del mundo…
¡Madre María, Madre Dolorosa, asociada al Redentor!
Tus Dolores dicen mucho a nuestro pueblo creyente, porque nuestro pueblo se da cuenta de que nuestra salvación te costó mucho a ti, como le costó a tu Hijo Jesús.
En medio de esos dolores inmensos de tu Corazón nos dabas a luz a la vida de la gracia, y Jesús te proclamaba Madre nuestra.
¡Cuánto que te costamos tus hijos! ¡Cuánto, Madre, que hiciste por nosotros!… ¡Gracias, Madre!
P. Pedro García, CMF.