Lo primero que se nos puede ocurrir en la Navidad es pensar esto:
-Pero, ¿por qué Dios tiene que hacerse hombre? ¿Es que le faltaba algo en el Cielo? Y si viene a la Tierra, ¿por qué tiene que aparecer como un niño, y no como un hombre vigoroso, dominante y triunfador?… ¿No sería esto mucho más digno de Dios que no el ser un chiquillo necesitado de todo?…
Mejor que dar respuesta a estas preguntas, se me ocurre contar una historia muy bella.
Dicen que le pasó a un pequeño, llamado Fernandito, allá en Lisboa donde había nacido. Era invierno. Hacía mucho frío. Y el niño estaba con su mamá mientras ésta se entretenía cosiendo la ropa, en una habitación bien caliente. Llaman a la casa, y el niño, bueno como él solo, ahorrando a la mamá el salir ella misma a abrir la puerta, va corriendo y se encuentra con un pequeño mendigo que lleva en el brazo un cestillo cubierto con un paño.
– ¿Qué quieres?
– Yo soy un rey que vengo a pedir limosna.
– ¿Tú? ¿Tú, un rey? Tan niño como yo y tan pobrecito, ¿puedes tú ser un rey? ¿Y, además, un rey a pedir limosna?
– Sí; soy un rey que vengo a pedir la limosna de los corazones. Mira los que me han dado.
El niño mendigo descubre su cestita y en ella aparecen los corazones como diamantes, perlas y piedras preciosas deslumbrantes.
– ¿Me das también tu corazón?
– Pero, ¿tú, quién eres?
– Mi nombre lo sabes muy bien. Tu mamá te lo ha enseñado y te lo repite muchas veces. Yo soy Jesús, el Rey del Cielo que vengo a buscar corazones. ¿Me das también el tuyo?
– ¡Oh, sí, Jesús! Yo te doy mi corazón.
Un nuevo diamante, más fulgente que ningún otro, saltó entonces en la cestita. Y el Niño mendigo se fue contento mientras repetía:
– ¡Fernandito me ha dado su corazón! ¡Fernandito me ha dado su corazón!…
Esta es la historia legendaria del que después se llamó San Antonio de Padua, un Santo tan querido en la Iglesia.
Dejamos el cuento encantador, pero miramos la respuesta que ese mismo cuento da a aquellas primeras e inquietantes preguntas que nos hemos hecho al principio.
El Dios que es amor no quiere más que amor, no busca más que amor, y la aparición de Dios hecho hombre en el mundo no tiene más razón de ser que el amor. Dios amor, da amor. Dios amor, busca amor. Dios amor, no se contenta más que con amor.
Y como no hay nada ni nadie que arrebate el corazón como un niño, Dios no se desdeña de hacerse Niño, porque ante este Niño de Belén nadie se va a resistir a dar su corazón a Dios.
Más aún. Puesto Dios a hacer maravillas de amor, el Niño Dios nace pobre, de una madre aldeana llena de ternura y encantos, en medio de la noche callada, rasgada por una legión de Ángeles, que va cantando por los cielos lo que sólo unos pobres y humildes pastores ven, oyen y entienden:
– ¡Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres amados de Dios!
Los afortunados pastores pueden comprobar con los propios ojos lo que Dios les ha manifestado.
Allí está José, que hace las veces de padre. ¡Cuánto desvelo! ¡Cuánta solicitud! ¡Cuánto apuro al buscar un albergue apropiado para su esposa amada, y, no teniendo más remedio, ha de ocupar aquella cueva natural hendida en una roca. Pero, ¡qué hombre más feliz en estos momentos!…
Allí está María, llena de encantos. Madre feliz también como ésta, —aun en medio de tanta pobreza y humildad—, no la busquemos, porque no la vamos a encontrar.
Allí el Niño chiquitín. Infante: no habla. Pero su silencio es el grito más potente lanzado por Dios para decirnos que es TODO AMOR.
El mundo necesitado de amor, hoy se ve inundado de amor. El mundo aprende hoy a recibir el don de Dios y a comunicar el don de Dios a los demás. Hoy la Iglesia, desbordante de alegría, canta en torno al pesebre donde yace entre pajas el Niño Dios.
La pobreza de Dios se convierte en riqueza nuestra, y nosotros aprendemos a repartir también nuestra riqueza, poca o mucha, con los hermanos más necesitados de amor, con los pobres y los más humildes.
El Infante de Belén desarrolla una fuerza y una potencia de amor que no son capaces de conseguir las mayores organizaciones mundiales.
¿Quién se atreve a negar el corazón a este Dios-Niño que pide amor para Sí mismo, para Dios? ¿Quién le niega el amor y la ayuda a ese enfermo y a ese pobre y a ese niño abandonado y a ese preso aburrido, si es un Dios chiquito quien le dice: dame tu corazón?…
¡Niño de Belén! ¡Dios que mendigas amor!…
Si hubieses venido como hombre poderoso, Mesías triunfador, Rey omnipotente…, hubieras arrebatado nuestra admiración y te habríamos adorado nada más. Pero, ¿te hubiéramos amado como ahora?…
¡Qué bien que sabes hacer las cosas, y qué bien que te las ingeniaste para robarnos el corazón!
¿Quién de nosotros es el valiente que te dice NO, y te niega ese amor que pides con tu manecita de niño, recostado en un pesebre o dormidito en los brazos de tu Madre?…
P. Pedro García, cmf.