¿En cuántas partes de nuestra América tiene Juan el Bautista un templo abierto en su honor? ¿En cuántas iglesias es venerada su imagen? ¿Cuántas fiestas patronales se celebran en este día?… ¿Cuántas poblaciones no se llaman con el nombre de Juan?…
En muchas, en muchas…
Y es que Juan el Bautista ha sido siempre un Santo muy popular, su culto se remonta a muchos siglos atrás, y nuestras tierras le han tenido siempre especial devoción.

Juan era pariente de Jesús, y el primer encuentro de los dos se realizó cuando uno y otro estaban en el seno materno, como nos describe el Evangelio de Lucas en una de las escenas más idílicas de la Biblia.
– ¡María!, gritó Isabel a su prima. ¿Qué esto, que apenas tu saludo ha llegado a mis oídos la criatura ha dados saltos en mis entrañas?
Al nacer Juan, se suelta la lengua de su padre Zacarías, mudo desde hacía nueve meses, y estalla en alabanzas a Dios, al mismo tiempo que profetiza sobre su hijo:
– Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos.
Después dirá Jesús, cuando Juan está ya prisionero y antes de que Herodes lo mande degollar:
-¿Saben quién es Juan? Entre todos los profetas nacidos de mujer, no ha habido uno mayor que él.
Y Jesús lo decía porque Juan tuvo la misión de anunciar al Cristo, presente ya entre nosotros, y de declararlo como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Juan, a su vez, corta por lo sano los celos de sus discípulos, y con una humildad admirable, se retira en la sombra, mientras confiesa:
– Es necesario que él crezca y que yo disminuya…
Venía a pedir con verdadera exigencia:
-¡Que nadie piense más en mí, y que todos se vayan detrás de Jesús, porque yo he acabado ya mi misión!
La última palabra de Juan fue una palabra muda. No habló su boca, sino su sangre, derramada en la oscuridad de la cárcel, como último y definitivo testimonio en favor del Cristo, al que él había señalado con el dedo en las márgenes del Jordán…

Mirando todos estos rasgos de la vida de Juan, vemos cómo su persona, su misión y su testimonio son perennes en la Iglesia y en el mundo.
Podríamos nosotros ahora ir desmenuzando uno por uno todos estos detalles, pero los ciframos solamente en el primero y en el último que hemos señalado:
Juan, santificado por Jesucristo ya en el seno materno;
Juan, que nos dice y nos encarga: -Vayan todos detrás de Jesús.

¿Por qué Juan —ahora en los esplendores de la Gloria— nos sigue apremiando a seguir a Jesucristo?
Porque él supo por experiencia lo que es el ponerse en contacto con Jesucristo, el Santo de Dios. Es meterse de lleno en los bienes del Reino, que él, Juan, previó, pero no pudo participarlos en su plenitud.
Cuando Jesús dijo de Juan que era el mayor de los hombres, se refería a su misión profética. Y añadió misteriosamente:
– Pero el menor en el Reino de los Cielos es mayor que Juan.
Es decir: nosotros, que hemos recibido plenamente la gracia de Jesucristo, después que lo hemos visto muerto en la cruz y resucitado, tenemos más suerte que Juan. ¿Por qué?… Pues porque estamos metidos en todos los esplendores de la salvación. Porque conocemos en toda su plenitud esa revelación que Juan veía sólo en sombras.
Esto nos cuestiona seriamente a los cristianos.
¿A dónde debe llegar nuestra santidad, recibida en el Bautismo de Jesucristo, tan superior al del Bautista en el Jordán?
¿Cómo debe ser nuestro crecimiento en esa santidad divina que llevamos dentro, si recibimos por la Comunión y metemos en nosotros al mismo Jesucristo?
Si Juan quedó santificado por la sola presencia de Jesús, encerrado en el seno de María, ¿Cómo quedaremos nosotros con la unión íntima y personal con el mismo Jesucristo, “en quien habita toda la plenitud de la Divinidad”?…

La santidad cristiana se nos presenta hoy a todos los bautizados como una exigencia ineludible.
No es cuestión de querer o no querer ser santos. Es un deber que no podemos echarnos de encima.
Hacer eso y renunciar a ser santos es negar nuestro propio ser, el que Dios nos dio en el Bautismo.
San Pablo nos lo dice de modo categórico: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación.
Santificación en movimiento: su proceso no cesa sino hasta la hora de la muerte.

La fiesta de San Juan nos llena cada año de alegría. ¡Bendita esa alegría popular de la fiesta de San Juan!
Pero Juan, el austero Profeta del Jordán, que fue tan exigente con los judíos que acudían a él en las orillas del río, a lo mejor sería hoy mucho más exigente con nosotros, los cristianos, y nos preguntaría muy serio:
– Yo bautizaba en agua, y ustedes han sido bautizados por Cristo con fuego. ¿Está realmente el Espíritu Santo ardiendo vivo en sus corazones?…

P. Pedro García, CMF.