Va a ser Lucas en los Hechos de los Apóstoles quien nos cuente lo que ocurrió aquel día en Jerusalén. Hacia las nueve de la mañana, toda la ciudad se hallaba confundida en una verdadera revolución. Una revolución pacífica e inexplicable. Los peregrinos, llegados de todas las partes del Imperio Romano para la fiesta de Pentecostés, atestaban las calles, corrían, gritaban, y nadie sabía por qué sucedía aquel tumulto. Se había sentido como un terremoto, y todos se dirigían hacia el epicentro, que lo tenían bien cercano: una casa lujosa, donde estaba aquel comedor de la Ultima Cena.
Ahora ven asomados a las ventanas de esa mansión a unos hombres que hablan entusiasmados, con elocuencia arrebatadora y sin miedo alguno a las autoridades del pueblo.
Al contemplar aquel ardor de los improvisados oradores, pobres pescadores y campesinos de Galilea, unos dicen, sin poder contener su admiración:
– Pero, ¿Cómo es esto? Si cada uno de nosotros los estamos escuchando en nuestra propia lengua. ¿Qué ocurre aquí?… ¡Gloria a Dios!…
Otros, con risa fingida, los escribas y fariseos, eternos enemigos de Jesús, al prever su fracaso definitivo, se ponen a azuzar a la gente:
– ¡No les hagan caso! ¿No se dan cuenta de que esos locos están borrachos?…
Los apóstoles ya no se esconden ni huyen como en el Huerto. En un momento se han visto transformados radicalmente.
Pedro, el cobarde ante una mujer aquella noche, ahora es un valiente que desafía a todos los opositores de Jesús, a los que dice:
– ¡No estamos borrachos ni somos unos locos! Lo que ocurre es que ese Jesús que ustedes crucificasteis, que resucitó y subió al Cielo, ahora cumple su promesa y ha derramado sobre nosotros el Espíritu Santo, como ustedes mismos pueden comprobar. ¡Crean, conviértanse y recibirán el mismo don del Espíritu Santo y se podrán salvar!…

Esto es Pentecostés. La venida del Espíritu Santo, que pone en marcha a la Iglesia, la disemina por todas las gentes, las cuales escuchan la misma palabra y hablan el lenguaje de la misma fe.
El pecado de los orígenes había llevado a los hombres hasta la torre de Babel, donde se manifestó la división de la Humanidad, que no podría entenderse jamás porque estaba alejada de Dios y cada uno campaba por las suyas, siempre divididos, siempre sin entenderse, adorando cada cual a su falso dios…
El Espíritu Santo viene ahora a renovar la faz de la tierra, que ya no será un desierto reseco, sin agua y donde no nace ni una flor, sino el jardín de un nuevo paraíso, en el que correrá a raudales el agua de la gracia de Dios y donde los redimidos comerán en abundancia los frutos de la vida…
Ni será una Babel donde nadie se entienda, porque en adelante todos conocerán al único y verdadero Dios, sabrán su Verdad, hablarán el lenguaje de la misma fe y se amarán con el mismo corazón.
Jesús había invitado ya en el Evangelio:
– El que tenga sed, que venga a mí y que beba. Y él mismo se convertirá en una fuente con surtidor que saltará hasta la vida eterna.
Y se refería, nos dice Juan, al Espíritu Santo que un día había de enviar.
En la Ultima Cena, les dice a los apóstoles:
– El Padre les mandará en mi nombre el Espíritu Santo, que les enseñará toda verdad y se quedará para siempre con ustedes.
Resucitado Jesús, y en su primera aparición a los apóstoles, sopla sobre ellos, y les dice:
– ¡Reciban el Espíritu Santo!
Ahora se lo manda de esta manera clamorosa, para que todo el mundo sepa que el poder de Dios se ha metido en el mundo a fin de realizar la nueva creación.

Nosotros captamos en toda su plenitud la gracia y el menaje de Pentecostés, y nos queremos sentir hoy carismáticos verdaderos.
Con tantos grupos de muchos movimientos católicos que hoy pasan la noche en oración, nos disponemos a recibir de lleno la efusión del Espíritu Santo, al que abrimos de par en par la puerta de nuestras almas.
El que viene a renovar faz de la tierra pecadora, ¿puede encontrar la culpa en nuestro corazón?…
El que viene a convertirnos en una morada de Dios, ¿se va a encontrar a disgusto en nuestra casa?…
El que viene a mover en nosotros la oración, ¿va a encontrar nuestros labios siempre cerrados?…
El que viene extender la Iglesia, a salvar al mundo, a llevar la salvación de Jesucristo a todos los hombres, ¿va a hallarnos fríos a nosotros, sin entusiasmo, con pocas ganas de trabajar por el Reino?…
El que viene a hacernos unos santos, ¿puede contentarse con unos tipos medianos, que no crecemos nunca, que nos quedamos a mitad del desarrollo?…

¡Ven, Espíritu Santo! Hoy te necesita el mundo como te necesitaban aquel día Jerusalén y el Imperio.
¡Ven, Espíritu Santo, y cámbianos de raíz!
A los pecadores, haznos unos santos.
A los fríos, enciéndenos con tu fuego.
A los que viven sin ilusión y con ansias nunca satisfechas, embriágalos con tu dulzura.
Y a todos, llévanos a Jesús.
Llévanos a Jesús, querido Espíritu Santo, porque Tú eres su glorificador…

P. Pedro García, CMF.