Para hablarnos Jesús del encuentro que tendremos con Él al final de la vida, recurre a unas parábolas que nos dicen únicamente esto:
– ¡Estén preparados!
Lo vemos, por ejemplo, en el Evangelio de hoy, cuando nos cuenta lo de los empleados que dejó el dueño al marcharse en viaje de bodas.
Se trata de un señor rico. Una buena hacienda, con mucho personal a su servicio.
Un día les dice a sus empleados:
– Me voy, y no sé cuándo volveré. Espero encontrarlo todo bien a mi regreso.
Y dirigiéndose a los de más confianza:
– A ustedes dos les encargo la marcha de todo. Les recomiendo, sobre todo, el personal. Cuiden de que sus compañeros trabajen y tengan todo en orden, pero, sobre todo, traten bien a los muchachos y a las muchachas, y miren que no les falte nada.
Jesús contaba todo esto cuando a nadie le pasaba por la imaginación eso de teléfono, radio y televisión, fax o internet… Ningún reportero iba a dar noticias sobre el paradero de los viajeros felices. Entonces quedaba todo en lo desconocido, y todo se resolvía en la improvisación y la sorpresa. Por eso, les recuerda antes de salir:
– Tengan preparado todo para cuando yo vuelva. Igual puede ser en pleno día como a mitad de la noche. Hasta podría presentarme como el ladrón, a la hora menos pensada.
El dueño emprendió el viaje, bien contento con su joven esposa en luna de miel. La vida seguía su ritmo. Y pronto vinieron las diferencias de conducta entre los empleados de la casa.
Uno de los encargados, serio, magnífico, era la estampa de la responsabilidad. Todo era trabajo, orden, limpieza, previsión. Los criados que dependían de él se encontraban felices, con los quehaceres bien distribuidos y con la comida siempre servida a tiempo. Llegaba la noche, y, por si acaso se presentaba el dueño, las lámparas estaban prendidas, con el aceite de repuesto al lado. Y él mismo permanecía alerta, ceñida la cintura y con la mesa a punto, por si acaso.
El otro encargado pensó de otra manera:
– ¡Sí que tarda en llegar el dueño! ¡Vayan a saber qué le habrá pasado! Mejor es disfrutar de la vida que no esperar tontamente.
Y así era su conducta. Comía, se emborrachaba, golpeaba a los muchachos y a las muchachas que el amo le confiara. Era el descuido y la dureza personificados.
¿Qué ocurrió al fin?… Pues, que el dueño llegó a mitad de la noche. Se percató de todo en seguida, y empezó a ajustar las cuentas. Al empleado diligente lo hizo sentar a la mesa en sitio de honor, y el mismo señor se puso a servirlo con satisfacción grande. Y al otro empleado, haragán, vividor, y cruel con los compañeros, lo mandó azotar severamente y lo metió en el calabozo que se merecía.
Toda esta parábola de Jesús se puede resumir en una sola palabra: Vigilancia. La vigilancia era muy inculcada por el Señor, como vemos por varios pasajes del Evangelio.
En la Iglesia, hemos interpretado siempre muy bien esta exhortación de Jesús.
La vida cristiana no es más que una espera del encuentro con el Señor. ¿A quién causa miedo la muerte? Sólo al que no cree. Sólo al descuidado en su conducta. Mientras que al cristiano ferviente le hace exultar de gozo el pensamiento de ese encuentro con Jesucristo.
Una Teresa de Niño Jesús, la Santa moderna de más renombre, tan joven y Doctora de la Iglesia, aludiendo a esta parábola, se expresaba deliciosamente:
– Yo le digo a Jesús que se acuerde de que Él mismo se llamó “ladrón”, y le pido que haga honor a su nombre: ¡que venga a robarme pronto!…
Únicamente puede hablar así quien tiene siempre a punto la lámpara.
Quien siempre está vigilante en la oración.
Quien se encuentra con el Señor con toda la frecuencia posible en los Sacramentos.
Quien es un reloj en el cumplimiento de sus deberes.
Dejamos aparte el castigo de los rebeldes al Evangelio, y que un día les aplicará el Juez supremo.
Y vemos que la fuerza principal de esta parábola está en esto: nosotros, ahora, nos esforzamos en servir al Señor en su hacienda, en sus intereses, en el Reino, en los hermanos de los que cuidamos con amor y esmero. En los hermanos le servimos al mismo Jesucristo.
Pero, cuando Él venga a buscarnos, cambiará los papeles:
Ahora el Señor nos necesita. Pero aquel día ya no necesitará ningún servicio nuestro. Se contentará con el amor inmenso que por Él habremos derrochado en los hermanos. Y entonces será Él mismo quien nos servirá espléndidamente en el banquete de la Gloria.
¡Señor Jesucristo, Tú eres el único Dueño, el único Señor!
Ninguno de nosotros tiene derechos sobre otro hermano.
Todos somos deudores —los unos de los otros— sólo para amarnos. Y en amarnos y en servirnos, te amamos y te servimos a ti, Señor.
Todo hombre que me rodea es un acreedor mío y yo le debo mi amor, como te lo debo a ti, Jesús.
Por lo visto, vale la pena portarse bien en la vida con los demás y trabajar algo por ti, Señor…
P. Pedro García, CMF.