¿Qué papel juega el amor en la vida del cristiano? Estamos muy acostumbrados a oír machaconamente en toda predicación de la Iglesia que nos debemos amar los unos a los otros. Es natural. Porque es el primer mandamiento del Señor, el más importante, el que lo resume todo. Y el Evangelio de hoy nos lo recuerda una vez más:
– Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Se tienen que amar los unos a los otros como los he amado yo.
Es imposible hablar más claro.
Y Jesús nos da una razón estimulante y comprometedora a la vez, cuando añade:
– En esto conocerán todos que son mis discípulos, en que se aman unos a otros.
Es una razón estimulante. Porque ¿Quién no quiere aparecer como cristiano? ¿Quién se niega a llevar el uniforme de Cristo? ¿Quién no quiere ser testigo de la fe? ¿Quién es el que esconde cobarde su condición de seguidor de Jesucristo? No hay uno que no presuma de semejante gloria. Entonces, ¿puede dejar de ponerse el uniforme que lo distingue y señala?
Es comprometedora también la razón que Cristo nos da. Porque no se trata sólo de aparecer cristianos, sino de serlo. ¿Amo a mi hermano? Soy de Cristo… ¿No lo amo? Dejo de ser de Cristo… Y esto es muy serio.
Como se ve, este precepto del Señor, y este amor fraterno, nos constituyen en sacramentos de Cristo.
Esto no es ninguna exageración, sino la gran realidad cristiana. Lo vemos por el significado que tiene la palabra sacramento.
¿Qué es un sacramento en lenguaje cristiano? Sacramento es un signo que indica otra cosa diferente de lo que se ve. Cuando usted ve la bandera de la Patria, ve un asta y una tela de colores combinados. No es más. Pero, ¿a que usted no se atreve a rasgarla o ensuciarla en público? Por el contrario, ¿a que usted se cuadra delante de ella y la saluda con respeto? Y todo, porque esa tela es el signo de la Patria.
La palabra sacramento la hemos reservado para los signos religiosos, y por eso decimos que los cristianos somos sacramentos de Cristo.
Quien nos ve amarnos, piensa en Jesucristo sin más.
Porque nuestro amor nace de Jesucristo, nos une en Jesucristo, y nos empuja a hacer los sacrificios más heroicos, en favor del hermano, por amor a Jesucristo.
La mujer que señaló como nadie el siglo veinte, la Madre Teresa del Calcuta, lo dijo con frase lapidaria e inmortal: “Nuestro compromiso no es con los pobres, sino con Jesucristo”.
Y ella, amando a Jesucristo, amó como nadie a los pobres. Y amando a los pobres, hizo que el mundo reconociese en ella y en sus Misioneras a Jesucristo.
La Madre Teresa fue un sacramento de Jesucristo.
Y, como la Madre Teresa, lo somos cada uno de nosotros cuando sabemos amar a los demás.
El amor que tenemos a los demás no es amor al prójimo, como decimos tantas y tantas veces. Es, ante todo, amor a Jesucristo, del cual se deriva, como el agua de la fuente hacia el río, el amor que tenemos a los demás. Es cierto que cada hombre, por ser un hombre, por ser una mujer, por ser una persona, merece todo el respeto y todo el amor. Pero si nuestro amor al hombre no tiene un fundamento más fuerte que el meramente natural, puede ser un amor débil. El amor fuerte es el que se fundamenta en Jesucristo.
Pero, el Evangelio de hoy ha comenzado con otras palabras del Señor, que dijo misteriosamente:
– Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado, y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará por su parte, y lo glorificará muy pronto.
Palabras misteriosas, pero que no es difícil entender. Es como si Jesús nos hubiera dicho:
-Yo voy a glorificar a Dios con mi pasión y mi muerte. Con ellas reconozco su santidad y su justicia infinitas. Por eso le obedezco hasta la muerte de cruz. Y ahora va a venir el Padre y me va a glorificar a mí bien pronto: moriré, pero me va a resucitar y a colocar en su gloria, con el mismo poder y majestad que Él tiene como Dios.
¿Qué ocurre entonces? Que Jesucristo ha sido en la tierra el sacramento del Padre. Quien ve a Jesucristo, ha visto a Dios.
Dichas estas palabras, ha añadido Jesús aquellas otras:
– En esto conocerán todos que son míos, en que se aman los unos a los otros. Así como yo soy el sacramento del Padre, ustedes son mi sacramento cuando se aman mutuamente.
Según estas palabras de Jesucristo, ¿no es verdad que somos grandes cuando amamos?
¿Nos damos cuenta de que el amor a los hermanos es el carro que lleva por el mundo el nombre y la gloria del Señor?
¡Señor Jesucristo!
El mundo no es de los fuertes que lo dominan con las armas, sino de los que saben amar.
Por eso el mundo es tuyo, porque has amado como nadie.
¿Aprenderé yo a conquistar corazones? Si amo, todos me amarán a mí, ciertamente. Pero, al amarme a mí, no será para mí su amor. En mí, sacramento tuyo, te adivinarán a ti, y yo te habré recogido una buena cosecha de corazones…
P. Pedro García, CMF.