¡Queremos la vida, no la muerte! Y para vivir siempre, queremos comer bien, buscamos alimentos nutritivos, manjares que no contengan gérmenes venenosos —como aquella fruta del paraíso—, sino otros que nos aseguren una existencia inacabable…
Esto es lo que sentimos todos. Esto es lo que quisiéramos. Esto es un sueño irrealizable a nuestra condición humana, y, sin embargo, esto es lo que nos promete y nos va a dar Jesucristo. El Evangelio de hoy nos lo asegura de manera solemne.

Jesús da un paso adelante en su discusión con los judíos de la sinagoga de Cafarnaúm: -¿El maná, pan de cielo? No; el verdadero pan del cielo soy yo….
La discusión debió desarrollarse en momentos diversos, pues vemos ahora a los judíos discutir entre sí:
– Pero, ¿Cómo este Jesús puede decir que Él es pan bajado del cielo? ¿Qué no es acaso el hijo de José? ¿Es que no conocemos bien a su padre y a su madre? Por lo mismo, ¿Cómo puede decir que es pan bajado del cielo?…
Jesús se entera de estos comentarios sobre su Persona, y les contesta:
– No murmuren entre ustedes de esa manera. Al hablar así, dan a entender que mi Padre no los atrae hacia mí. Porque nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae.
Venía a decirles: deben responder a la llamada de Dios, si me quieren entender. Y les añade lo que va salir continuamente en este discurso de Jesús:
– Y al que venga a mí, yo lo resucitaré en el último día.
Vuelve Jesús a hablar del Padre:
– Yo no hablo sino lo que he oído a mi Padre. Al Padre no lo visto nadie, sino sólo aquel que viene de Dios.
Los judíos no podían o no querían entender que Jesús se proclamaba Hijo de Dios. Y sigue diciendo:
– Les digo con seguridad: quien cree tiene la vida eterna.
Jesús se declara Hijo de Dios, el regalo que Dios hace al mundo. Un regalo que Jesús lo compara con el pan, comido el cual, ya no se muere:
– Yo soy el pan de la vida. Sus antepasados comieron el pan del maná en el desierto, y sin embargo murieron. Éste es el otro pan que ahora Dios manda al mundo, para que quien lo coma no muera.
Jesús es un pan que los creyentes comen por la fe. Pero ahora Jesús da el paso decisivo en este discurso, y lanza la tremenda afirmación:
– Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. Quien coma de este pan vivirá eternamente. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Ahora ya no se trata de pan simbólico, que es comido por la fe del creyente. Ahora es otra cosa. Es el mismo Jesucristo, que, tomando la forma de pan, será comido realmente por los que aceptan su Palabra y su Persona. Es la primera afirmación de Jesús sobre la Eucaristía, a la que volveremos el domingo siguiente.
Hoy se centra todo en la afirmación anterior: -Quien cree tiene la vida eterna.

Sin la fe es imposible descubrir a Dios en ninguna de sus manifestaciones.
Sin la fe, ni el sol ni la luna ni las estrellas nos hacen descubrir a Dios en los abismos in-sondables del cosmos.
Sin la fe, no se le descubre a Dios ni en la flor del campo o en el pajarito que vuela. Ni en el insecto más diminuto ni en la maravilla última de la creación.
Sin la fe, no se le percibe ni en lo íntimo de la conciencia, y eso que en ella se tiene la manifestación más clara de Dios en cada individuo.
Dios sí que se revela en todas esas obras y fenómenos de la naturaleza, pero el hombre ha de estar atento para descubrir al Creador y darle la respuesta.
Sin la fe es imposible agradar a Dios, ya que el justo vive de la fe. Y la fe le llega a decir a Dios tres cosas:
Primera, que sí, que Dios existe.
Segunda, que se tiene confianza en el premiador de los buenos igual que se tiene respeto al castigador de los malos.
Tercera, que nos damos a Él, cumpliendo su voluntad. Porque no basta el “¡Señor, Se-ñor!” de los que le gritan, “ya que los demonios también creen y sin embargo tiemblan”…

Ahora Jesús alarga y concretiza este objeto de la fe. ¿Dios? Sí… Pero Dios que se revela y se da en Jesucristo. No creer en Jesucristo —manifestación la más grandiosa y definitiva de Dios—, es negar a Dios mismo, pues ya no ha podido manifestarse de manera más clara, significativa y amorosa de como lo ha hecho en Jesucristo, hombre como nosotros y dador del Espíritu, que nos enseña toda verdad.

¿Quién es el que no cree? Sólo el que cierra voluntariamente los ojos.
El que tiene el don de la fe, acepta a Jesucristo y toda palabra suya, aunque sea tan difícil de entender como eso que está diciendo: -Este trocito que parece pan no es pan, sino que soy yo…
Creer esto será todo lo difícil que queramos. Pero con la fe que Dios infunde, se aceptan las verdades que al entendimiento humano pueden parecer las más imposibles.
Para creer, Dios nos presta sus propios ojos. ¿Y cómo no vamos a creer, si vemos lo que ve el mismo Dios?…

P. Pedro García, cmf.