Llega un momento del Evangelio en el que Jesús, el bueno de Jesús, se vuelve terrible. Es cuando se enfrenta con la hipocresía de los escribas y fariseos, dirigentes del pueblo, al que cargan con leyes insoportables, mientras que ellos no las observan sino externamente, y saben echárselas de encima con mil argucias.
Externamente, los fariseos se portan muy bien. Pero, entre tanto, tienen el corazón alejado de Dios, no miran el bien del hermano, y no piensan más que en subir, en medrar, en lucir. Tienen sólo apariencias de santidad para ocultar un corazón torcido…
Ahora Jesús los va a desenmascarar ante todo el pueblo, aunque empieza de manera relativamente suave. Los anatemas vendrán después, cuando vaya repitiendo: -¡Ay de ustedes!… ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!…
Antes que las imprecaciones, vienen unas denuncias como éstas:
“Los escribas y fariseos se han sentado sobre la cátedra de Moisés. Hagan y guarden ustedes lo que ellos les digan, pero no hagan lo que ellos hacen. Porque dicen y no hacen.
“Atan fardos pesados y los echan en las espaldas de los demás, pero ellos no los tocan ni con un dedo.
“Todo lo hacen para ser admirados por los hombres. Alargan las cintas de sus mantos, con inscripciones y textos de la Ley de Dios. Buscan siempre los primeros puestos en los convites, y quieren que todos les llamen maestros”…
Después de esta introducción, y antes de pasar a las imprecaciones terribles, Jesús hace un paréntesis, y ahora se dirige a nosotros, para exhortarnos a hacer todo lo contrario:
– Ustedes no quieran ser llamados maestros, porque su Maestro es solo uno, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen a ninguno padre sobre la tierra, porque uno solo es su Padre, el que está en el Cielo.
El evangelista añade por su parte: -Y no se hagan llamar maestros, porque uno solo es su Maestro, Jesucristo.
Termina Jesús esta primera parte con el consejo de siempre sobre la humildad:
– El mayor entre ustedes que se convierta en su servidor; porque todo el que se ensalce será humillado, y el que se humille será enaltecido.
En estas palabras se detiene el Evangelio de hoy, ¡y hay que ver el tema que nos dan para nuestra reflexión!
Ya se ve que las palabras de Jesús van dirigidas primeramente para todos los que en la Iglesia tienen la responsabilidad de la enseñanza y del gobierno, para todos aquellos que, de una manera u otra, adoctrinan a los demás. Pero son normas válidas para todos los cristianos, que nos debemos distinguir
por nuestra sinceridad,
por nuestra humildad,
por nuestro servicio a los demás,
como otras tantas características por las cuales nos han de reconocer todos como discípulos de Jesucristo.
La sinceridad de que nos habla este Evangelio no es precisamente la de las palabras, sino la de la conducta. Nuestra manera de obrar no ha de estar nunca en contradicción con nuestra fe.
¿Puede un cristiano decir que cree en Dios, y no rezar nunca?
¿Puede un cristiano saber que es templo del Espíritu Santo, y profanar su cuerpo con un vicio cualquiera, lo mismo con la borrachera que la lujuria o la droga?
¿Puede un cristiano reconocer los derechos del hombre, y oprimirlo después con el trabajo excesivo o retribuirle miserablemente con un sueldo insuficiente para la vida?
¿Puede un cristiano proclamar la justicia y no rendir en el trabajo con el cual se ha comprometido?
Y tantas otras cosas más…
La humildad es también una virtud altamente estimada por el Señor y enseñada por Él de manera insistente. En la comunidad cristiana no hay superiores ni inferiores, porque todos somos iguales ante Dios. Todos somos discípulos de un único Maestro, Jesucristo, e hijos de Dios, nuestro único Padre.
La Iglesia confiere el título de Maestro al que enseña la misma doctrina del único Maestro Jesucristo. El que viniera con una doctrina diferente y quisiera ser maestro por cuenta suya, sería privado de su título de Maestro o Doctor y se le prohibiría enseñar, porque no hay otro Maestro que Jesús.
Y si los fieles llamamos Padre al Sacerdote, al Obispo o al Papa, es únicamente en referencia a Dios, cuya vida nos comunican con los Sacramentos y son para nosotros la providencia encarnada de Dios.
San Pablo sabía muy bien la doctrina de Jesús, y, sin embargo, se gloriaba ante los de Corinto de ser “padre” de ellos en la fe y en la gracia, aunque al mismo tiempo se consideraba el más pequeño de los apóstoles…
Esta humildad se traduce en servicio a los demás. Hoy repetimos mucho en nuestras asambleas estas palabras: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Esto es una gran realidad en el plan humano. Pero en el plan divino y dentro del Evangelio es una verdad que no admite discusión alguna.
El Jesús manso y humilde, que vino a dar testimonio de la verdad, y vivió y murió para servir y no para ser servido, nos quiere muy diferentes de aquellos escribas y fariseos de su tiempo. En la sinceridad y en la humildad se encuentra la grandeza verdadera.
¡Señor Jesucristo!
Gracias por darnos unas lecciones que ningún maestro se había atrevido a dar.
Haz que tu Iglesia se presente hoy ante el mundo: como la servidora de todos los hombres para llevar a todos los hombres a la salvación…
P. Pedro García, CMF.