No le faltaban a Jesús más que tres días para morir. Su suerte estaba echada, y ya no había nada que hacer. Pero Jesús estaba realizando los últimos esfuerzos para salvar de la catástrofe a un pueblo que se empeñaba en el suicidio. Y viendo el Señor la hipocresía de escribas y fariseos, que estaban siempre con el nombre de Dios en la boca, les propone una parábola llena de malicia divina.
– ¿Qué os parece?, empieza por preguntar Jesús. Un padre tenía dos hijos que vivían con él en casa. Y le dice a uno de ellos:
-Hijo mío, vete a trabajar hoy en la viña.
Y el muchacho, con cara risueña, alegre, como si le invitaran a hacer sport:
– ¡Sí, papá, sí; ya voy!
Pero dio media vuelta, se fue después con sus amigos, y no quiso ir a trabajar en el campo.
Ante el fracaso con este hijo, se dirige el padre al otro:
– Hijo mío, vete a trabajar en la viña.
El muchacho se enfada, refunfuña, y le da la vuelta a su padre, mientras le responde enojado:
– ¡No quiero ir!
El pobre padre se queda desconcertado ante aquella rebeldía. La negativa del hijo le llega al corazón. Pero el muchacho, de buenos sentimientos a pesar de sus enfados, avergonzado de su desobediencia, dolido por su conducta con el padre que tanto le ama, sin decir una palabra sale de casa y se dirige al campo a trabajar.
El auditorio de Jesús está en suspenso. ¡A ver por dónde se descolgará con semejante parábola!… Y viene la pregunta de Jesús comprometedora:
– ¿Qué les parece? ¿Cuál de los dos hijos cumplió la voluntad del padre?
No cabía otra respuesta, y contestan a Jesús:
– Pues, el segundo. Dijo que NO, pero fue. Mientras que el primero, aunque respondió muy bonitamente que SÍ, no quiso ir al trabajo.
Aquí les esperaba Jesús a sus adversarios, a los que dice con voz poderosa y con autoridad:
– Les aseguro que los publicanos y las prostitutas les tomarán a ustedes la delantera en el Reino de los Cielos. Ellos entrarán, y ustedes no. Porque ellos le dijeron a Dios que NO en un principio; pero se convirtieron y están ahora obedeciendo a Dios. Mientras que ustedes, con palabras muy bonitas, le dicen a Dios que SÍ, pero no cumplen nunca su voluntad.
¿No es éste el retrato de muchos hombres, incluidos los cristianos? Dios es un Padre que tiene muchos hijos, unos obedientes, y otros rebeldes de verdad… Unos tienen apariencias de rebeldes, pero cumplen siempre su voluntad. Otros son pecadores en un principio, pero saben volverse a Dios y son después los hijos y las hijas más dóciles. Los hijos perfectos son, naturalmente, los que tanto de palabra como de obra hacen siempre la voluntad de Dios.
Esta parábola nos dice a las claras lo que Dios espera de sus hijos. Lo que Jesucristo quiere de los que nos decimos sus seguidores. Lo que la Iglesia reclama de los que nos gloriamos de nuestra fe católica: nos piden coherencia de vida.
Que nuestras obras estén conformes con nuestra fe.
Que Jesucristo pueda gloriarse de nosotros, porque seguimos con docilidad sus pasos.
Que la Iglesia nos vea apegados a su doctrina y enseñanzas, sin coquetear con tantas novedades como nos suenan hoy a los oídos…
Si no diéramos testimonio de nuestra fe con nuestra vida, desmentiríamos con nuestras obras lo que nuestra boca estuviese proclamando con palabras altisonantes…
Pablo, ante las puertas de Damasco, se ofrece generoso: -Señor ¿Qué quieres que haga?…
María, en la anunciación del ángel, no pone límites a su entrega: -Que se cumpla en mí tu palabra.
La petición del Padrenuestro no puede ser más explícita: -Hágase tu voluntad.
El ideal de Jesús está bien claro: -Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre, que me ha enviado… Y su ejemplo en Getsemaní es único: -¡Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú!.
Todos estos hechos nos dejan sin palabra ante cualquier excusa que nosotros ponemos frente a las exigencias de nuestro deber.
Por el contrario, son el mayor estímulo y el acicate más fuerte para responder plenamente a todo lo que nos pide nuestra vocación cristiana.
Por eso como Jesús, como María, como Pablo y como todos los santos sabemos repetir con toda la sinceridad de nuestros labios y de nuestro corazón:
Que se haga tu voluntad en la vocación y lugar que me has designado en el mundo y en la Iglesia.
Que se haga tu voluntad en el cumplimiento de mi deber de cada día.
Que se haga tu voluntad en el desempeño de mi trabajo, hecho siempre con la mayor perfección.
Que se haga tu voluntad cuando me apriete el dolor de una enfermedad.
Que se haga tu voluntad cuando la vida se vaya apagando como una lámpara.
Que se haga tu voluntad en el instante supremo de la muerte.
Que se haga tu voluntad… ¿cuándo?… Siempre y en todas partes.
“Señor, ¿Qué quieres que haga?” y “¡Padre, hágase tu voluntad!”, son la pregunta y la petición de los hijos legítimos, de los que no engañan, de los que entran seguros en el Reino de los Cielos.
¿Sabemos hacer también nosotros esta petición y esta pregunta?… .
P. Pedro García, CMF.