Pocos relatos del Evangelio nos han encantado desde niños como la escena de los Magos. Los Reyes Magos, como los hemos llamado siempre, aunque no fueran reyes, sino simples astrólogos, observadores del cielo estrellado.
Pero ese relato que nos encandilaba de pequeños se hace ahora para los mayores uno de los puntos de reflexión más fecundos de toda la Biblia.
Porque pone en nuestros labios preguntas tan serias como éstas:
– ¿Conocemos nuestra vocación? ¿Valoramos sus exigencias? ¿Sabemos dónde y cómo buscar a Jesucristo? ¿Nos medimos en nuestra generosidad con el mismo Jesucristo?

Celebramos esta festividad con optimismo jubiloso.
En los Magos reconocemos las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe,
Con el alma estallando de alegría estamos viviendo el principio de nuestra dichosa esperanza.
Porque ahora, con los Magos, hemos comenzado a entrar en posesión de nuestra heredad.
En esto radica la importancia del hecho pomposo de los Magos en el Evangelio de Mateo.

Desde hacía siglos se conocía por el Oriente la esperanza de Israel: el Mesías, el futuro gran Rey, aparecerá como una gran luz, de modo que caminarán todas las gentes guiadas por su resplandor. Nace Jesús, y los Magos, que son unos astrólogos o adivinos paganos en una región oriental —Arabia, Siria o Persia o el actual Irak— observan una estrella singular.
– ¿Y si fuera la señal del profetizado Rey de Israel?…
Los buenos Magos estudian, indagan, preguntan. Nada. Nadie da ninguna información positiva. No se dan cuenta de que la estrella misteriosa no brilla en el cielo precisamente, sino en el santuario de sus almas. Desde su cunita de Belén, está el Niño atrayéndoles irresistiblemente. Su fe incipiente los impulsa a la aventura y a la generosidad. Porque empiezan a asaltarles las dudas:
– ¿Y si todo es una fantasía? ¿Y no tendrán razón todos éstos que se ríen de nosotros?…
Cada vez se alzan con más burla las voces de los sensatos:
– Si son unos fanáticos, unos ilusos… ¿Y adónde van con un viaje tan largo, tan costoso, tan lleno de incomodidades, y para encontrarse al final con el fracaso?…
Pero se deciden, y nada los detiene ya. El chasco mayor va a venir cuando lleguen a Jerusalén:
– ¿Dónde está el recién nacido Rey de los Judíos? Pues hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarlo.
¡Su supieran los pobres en qué lío se meten! El astuto rey Herodes toma sus medidas.
– Vayan; todo acerca de ese niño, del que dicen los sabios de Israel que ha de nacer en Belén. Y, una vez lo hallen, comuníquenmelo para ir yo también a adorarlo.
Todos los niños de dos años para abajo en los alrededores de Belén van a pagar cara la aventura de los Magos. La espada de Herodes no perdonará a ninguno de aquellos Inocentes. Pero los Magos dan con el Niño que buscaban, lo adoran y le ofrecen sus regalos de oro, incienso y mirra.
Mateo no se olvida de señalar un detalle delicioso: encontraron al Niño en el regazo de María, su Madre, que se lo alarga gozosa para que lo besen y acaricien.

Aquí tenemos a los primeros creyentes en Jesucristo, aparte de los elegidos del pueblo judío.
Los Magos son los pioneros de la fe para nosotros, que procedemos de los pueblos de la gentilidad. ¡Y qué fe la suya! Son unos héroes. No se detienen en barras. Vencen todos los obstáculos. Perseveran hasta el fin.
¡Y qué premio, qué alegría, qué felicidad al dar con Jesús, a quien ofrecen enteras sus al-mas junto con los ricos regalos de sus cofres! Jesús se les da también a ellos. Por la fe y el amor, habitará siempre en sus mentes y corazones, hasta que se les manifieste sin velos en los esplendores de su gloria real.

Esta es nuestra fe. Jesucristo optó por nosotros y nos hizo ver la estrella. Nosotros aceptamos a ese Jesucristo que nos llamaba y se nos daba.
Hoy sigue llamando y nos invita a buscarlo donde Él está.
Su estrella —el don de la fe— nos indicará su presencia real en la Eucaristía, en la asamblea cristiana, en el culto, en la Escritura Sagrada, en el hermano, sobre todo en el pobre, en el enfermo, en un necesitado cualquiera.
Nos encontraremos con Cristo en la intimidad de la oración.

Lo hallaremos siempre en los brazos de María, que nos lo da cuando acudimos a Ella con nuestra plegaria. El gran secreto de María es que tiene a Jesús en su Corazón para darlo, como lo dio primero a los pastores y ahora a los Magos.
Esta es su misión dentro de la Iglesia. Su Maternidad Espiritual la ejerce dando Jesús a las almas, ese su Jesús que posee la Vida divina en plenitud y nos la da abundantemente.

La fe nos señala a Jesucristo, que nos atrae de modo irresistible. Para gozar de su encuentro, todo el secreto está en no poner límites a la generosidad y a la entrega. Los Magos no sabían sobre Jesucristo tanto como nosotros, e hicieron más que nosotros.

¡Estrella de los Magos! ¡Estrella de Belén! ¡Estrella de nuestra fe!….
Que descubran tu fulgor todas las gentes de la Tierra, para que todas adoren, con nosotros, a Jesucristo el Señor.

P. Pedro García, cmf.