Dentro de las celebraciones del Misterio del Señor nos encontramos hoy en una de las más bellas de todas: la Ascensión de Jesús al Cielo. ¡Hay que ver lo mucho que dice al corazón cristiano!
Cualquiera diría que hoy, con esta partida del Señor, nos íbamos a encontrar tristes, y ocurre todo lo contrario. Es un día lleno de gozo. La alegría nos estalla por todos los poros del cuerpo. Porque nos hacemos nuestra toda la alegría de Jesús y estamos viviendo ya nuestra propia entrada en la gloria.
Cuarenta días han pasado desde la Resurrección. Jesús ha ido apareciéndose a los apóstoles y a los amigos para darles las últimas instrucciones sobre el Reino y la constitución de la Iglesia. Hasta que los saca en este día al querido Monte de los Olivos. Les habla. Los bendice. Mira a cada uno con cariño inmenso. Comienza a elevarse hacia las alturas, lo envuelve una nube y ya no se le ve más.
Jesús resucitado ha entrado en la gloria del Padre; allí nos ha metido ya a nosotros en una esperanza firme; nos envía su Espíritu Santo; nos promete su presencia y nos asegura su vuelta para buscarnos y llevarnos definitivamente consigo.
Entre tanto, nos encarga que llevemos el mensaje de su Evangelio a todos los rincones del mundo.
Todas estas afirmaciones nuestras no son gratuitas. Son palabra de Jesús y de sus apóstoles.
¿Tristes porque se va el Señor? No. Los del grupo “se volvieron del monte a Jerusalén llenos de alegría”, nos dicen los Hechos de los Apóstoles.
Jesús les había dicho:
– Les conviene que yo me vaya, pues de lo contrario no vendrá a ustedes el Espíritu Santo, que yo les enviaré desde le Cielo.
Les había encargado antes:
– Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura.
¿Nos va a dejar solos? ¡Eso, no! No podríamos estar nosotros sin Jesús ni a Él se lo permite el corazón. Por eso les dice:
– Y yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Los dos ángeles que se aparecen nos aseguran la vuelta gloriosa del Señor:
– ¿Qué están haciendo aquí, mirando embobados al cielo? Este Jesús, que así se ha ido, así volverá un día…
El apóstol San Pablo, buen intérprete de los misterios del Señor Jesús, vendrá a sacar las consecuencias más profundas y consoladoras para nuestra vida cristiana:
– Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba y no las de la tierra. Ustedes están ya muertos, y su vida está escondida con Cristo en Dios… Porque nuestra patria está en el cielo, de donde esperamos como Salvador a nuestro Señor Jesucristo.
Todas estas palabras del Señor y de los apóstoles son las piedrecitas del rico y precioso mosaico que sabemos componer en esta fiesta tan emotiva, llena toda ella de fe, de dulce esperanza, de amor encendido a nuestro querido Jesús.
El pensamiento que tiene más fuerza en este día de la Ascensión es ciertamente el saber que el Señor Jesús, aunque se haya ido visiblemente, está presente en su Iglesia de modo invisible, pero real, y descubierto claramente por la fe. Lo está de muchas maneras, aunque ninguna supera en realismo a su presencia en la Eucaristía.
El famoso General de la Compañía, Padre Arrupe, nos cuenta un caso precioso. Misionero por muchos años en Japón, tenía en la iglesia de la Misión a una catecúmena que se preparaba para el Bautismo. La buena mujer, cuando se creía sola, se acercaba todo lo posible al altar, clavaba los ojos en el Sagrario, y allí permanecía inmóvil largo tiempo. Un día, al salir, se topa con el Padre, que la había observado muchas veces en aquella actitud, y entablan conversación. Delicadamente, y para no herirla en sus sentimientos, le pregunta el Misionero:
– ¿Qué hace usted tanto tiempo ante el Sagrario?
– ¡Nada!, responde rápida la catecúmena.
– ¿Cómo que nada?… ¿Le parece a usted que es posible permanecer tanto tiempo sin hacer nada?
La joven mujer guarda silencio. Piensa, y responde al fin con una sola palabra que descubre todo un mundo:
– Estar.
Y añade el santo y sabio Padre Arrupe:
– En una palabra estaba condensada toda la verdad de esas horas sin fin pasadas junto al Sagrario. Horas de amistad. Horas de intimidades en las que nada se pide ni nada se da. Solamente se está…
¿Es posible esto ¾nos preguntamos ahora nosotros¾, sin la presencia permanente de Jesús en su Iglesia, especialmente en el Sacramento?…
La subida de Jesús al Cielo entraña una llamada y una misión.
Jesús está reclamando allá arriba. Parece que grita con toda su voz:
-¡Que nadie falte a la cita!
Aunque encarga a la vez: ¡Sean mis testigos! ¡Anuncien mi Evangelio! Siento impaciencia por que se cumpla todo y pueda volver a buscarlos. Pero no lo haré hasta que el Evangelio haya sido predicado en todo el mundo.
Y nosotros, que lo oímos, le respondemos:
-¡Señor, aquí nos tienes! Trabajando, y esperándote. ¡Vuelve pronto!…
P. Pedro García, cmf.