¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… Quién iba a decir que en medio de la austeridad litúrgica y penitencial del Adviento nos íbamos a encontrar con un Domingo llamado del ¡Alégrate!, precisamente porque la alegría domina todos los sentimientos del cristiano. Nos lo dice hoy la Palabra de Dios con las expresiones dirigidas por el profeta a Sión:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón!
Y nos lo repite Pablo:
– Alégrense siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones.
Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas:
– Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.
Esto debe ser así, sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama y que viene ahora, Niño en Belén, para robarle el corazón.

Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?… Es la pregunta de todos a Juan Bautista, el austero profeta del Jordán, que se presenta para preparar el camino del Señor.

Y Juan, en el Evangelio de hoy, tiene para cada uno de los grupos su recomendación especial.
A las turbas que le preguntaban: -¿Qué tenemos que hacer?…, les respondía:
– Practique el amor y la misericordia. Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene. Y quien tiene alimentos, que reparta entre los que no tienen.
A los publicanos, cobradores de impuestos, les avisaba:
– Para enriquecerse ustedes, no exijan nada más de lo que está fijado.
Y a los soldados de la legión romana, creyentes, que acudían a este profeta de Israel, les pide:
– No hagan violencia a nadie, ni formulen falsas denuncias, y conténtense con su paga.
Les recomendaba por fin a todos:
– Yo les bautizo en agua. Pero reciban al que viene detrás de mí, porque Él los va a bautizar con Espíritu Santo.
Así preparaba Juan la venida de Jesús el Salvador.

Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en los tiempos del Bautista, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.
Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría muchas más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.
Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición —diríamos personal de cada uno—, se añade la obligación respecto de los demás.
El Evangelio nos habla de los cobradores de los impuestos y de las acciones policiales de los soldados.
En el contexto social de entonces, publicanos y soldados eran temidos. Porque los unos se aprovechaban de sus cargos para enriquecerse indebidamente, y los otros podían cometer injusticias descaradas.
Hablándoles a ellos, Juan nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países.
Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.
Ni la opresión ni la guerrilla tienen la palabra, sino el amor que abraza a todos y da a cada uno lo que le pertenece.

-¿Qué tenemos que hacer?…, preguntaban las gentes al Bautista, como nos lo preguntamos nosotros mismos: ¿Qué tenemos que hacer?…
Lo principal, renovar nuestro Bautismo.
No el de Juan, que parece inspirar miedo, sino el de Jesucristo, fuente de felicidad inenarrable. Porque con él Jesucristo derrama dentro de nosotros el Espíritu Santo, el cual nos mete ya en esperanza dentro de la alegría del Cielo.
Con ese Espíritu Divino en el corazón, ¿Qué nos falta para nuestra felicidad?
Con ese Espíritu de Dios alentando toda la vida, ¿tendremos o no tendremos la alegría proclamada por el profeta, y encargada después por Pablo a toda la Iglesia, el Pueblo de Dios?…

P. Pedro García, cmf.