En el grupo de los apóstoles de Jesús había dos que fueron muy queridos del Señor y han sido siempre muy queridos también en la Iglesia: son Santiago y Juan. Dos hermanos simpáticos, hijos de Zebedeo, fogosos, decididos…
Podemos suponer que sus otros compañeros los querían bien.
Pero hoy los vamos a ver metidos a los dos en una discusión tremenda, originada por su atrevimiento y su ambición no disimulada.
Se le acercan a Jesús, y le piden con toda resolución:
– Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.
– Ustedes dirán. Si puedo, ¿por qué no?
Los otros diez del grupo escuchan atentos: ¡A ver con qué van a salir éstos!… Y oyen a los dos hermanos:
– Mira, Maestro, cuando llegue el momento de establecer tu reino, concédenos el sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Los dos primeros ministros, nosotros…
Una ocurrencia como ésta no se la esperaba nadie. Y mientras a los compañeros empieza a subírseles la hiel, Jesús toma la cosa con calma:
– No saben lo que piden, ni ustedes ni su madre que se lo ha inspirado. Soy yo ahora el que les pregunto:
– ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber, la pasión y la muerte que estoy para sufrir? ¿Se atreven a recibir el bautismo de sangre con que yo voy a ser bautizado pronto?
Los dos valientes hermanos responden resueltos:
– ¡Sí que podemos!
Jesús sabe que son sinceros, le encanta la nobleza de estas almas generosas, pero les advierte:
– Sí que vais a beber mi cáliz y un día serán bautizados con el mismo bautismo de sangre mío. Pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda, ser el primero y el segundo en el reino, eso…, eso ya no es cosa mía, sino de aquéllos a quienes se lo tiene reservado mi Padre.

Viene lo que tenía que venir. Los otros diez se pusieron furiosos contra los dos hermanos. Y a lo mejor el más furioso de todos Pedro, su mejor amigo, porque veía el peligro de que le quitasen el primer sillón que le había prometido el Señor.
Cuando empiezan a calmarse los ánimos, y con una paciencia grande de verdad, Jesús reúne en torno a sí a los Doce, y les enseña con calma:
– Saben que los jefes de las naciones son unos dominantes y oprimen a la gente como unos dictadores. Pero ustedes no han de ser así. Entre ustedes, el que quiera mandar y ser el más grande se ha de hacer el servidor de todos, y quien quiera ser el primero que se ponga en el último lugar. Como yo, que no he venido para ser servido sino para servir y para dar mi vida por la salvación de todos.

Realmente, los apóstoles eran personas magníficas. Pero el bueno de Jesús tenía que hacer derroches de paciencia para formarlos.
¡Las veces que, desde hace ya tiempo, les está hablando de la humildad, del camino de la cruz, del servicio a los demás!…
¿Y qué consigue al fin? Salidas de tono como la de Santiago y Juan, que ponen furiosos a todos.
Ya llegará un día el Espíritu Santo, el cual les hará entender el misterio de Jesús, y entonces serán unos imitadores perfectos del querido Maestro.

Todo el problema de los apóstoles entonces consistía en no entender ese misterio de Jesús. Ellos seguían siempre con la idea de un Cristo triunfador y de un reino social y político. Y, naturalmente, todos soñaban en las carteras de los mejores ministerios…
Cuando hayan visto morir a Jesús, y el Espíritu Santo les haga entender el misterio de la Redención, entonces serán ellos los primeros en abrazarse con la pobreza, con el cansancio, con una vida dura, con la muerte…
De hecho, nuestros dos queridos amigos Santiago y Juan darán su vida por el Señor y por la Iglesia. Santiago será el primero de los apóstoles en dar la sangre al filo de la espada… Juan, ya muy anciano, y según una tradición bastante seria, será metido en una tina de aceite hirviendo, aunque saldrá de ella rejuvenecido milagrosamente…

El camino de la Iglesia y de cada cristiano será siempre el mismo, bien aprendido de Jesús y de los apóstoles.
Jesús salvó al mundo con su sangre derramada en la cruz.
La Iglesia contribuye hoy a la salvación del mundo con el testimonio de la sangre de tan-tos hijos suyos, que mueren mientras prestan los más humildes servicios a la Humanidad doliente.
La Iglesia no busca ni quiere privilegios. Sólo pide libertad para poder anunciar sin trabas el Evangelio del Señor.
Y como en muchas partes le niegan esta libertad, la Iglesia tiene que abrazarse con la persecución, y lo hace gozosa, porque entonces resulta en todo una imagen perfecta de Jesucristo.

Cuando trabajamos en la Iglesia por los demás, nosotros queremos seguir el mismo ca-mino trazado por el Señor. Si el último puesto no lo escoge nadie, ya lo escogeremos nosotros en servicio a los hermanos. No nos envidiará nadie, y así trabajaremos con tranquilidad total, bajo la mirada complacida del Señor, que nos irá diciendo:
-¡Bien! ¡Pero qué bien aprendiste mi lección!… ¡Bien! ¡Y cómo puedo contar contigo!… ¡Bien! ¡Y ya verás qué bien estarás en uno de los primeros asientos, reservados para los más pequeños!…

P. Pedro García, cmf.