¡Hay que ver con qué alegría repetimos hoy tantas veces el ¡Aleluya! pascual! Y con toda razón. Porque hoy es día de los días, el día que hizo el Señor, el día en que la muerte ha sido vencida y se nos han abierto de par en par la puertas del Cielo con la entrada de Jesucristo en su Gloria, en la cual nos introduce a nosotros con una esperanza tan cierta que es como si ya estuviéramos en ella.

En el Evangelio de la Vigilia Pascual pudimos ver a las mujeres amigas de Jesús correr hacia el sepulcro para embalsamar el cadáver. Ni se les ocurría pensar que el Señor pudiese salir de allí vivo e inmortal. Ni por casualidad les pasaba por la mente la idea de la resurrección. Por eso se preguntan atolondradas:
– ¿Y quién nos podrá remover la piedra de la entrada, con lo grande que es?
Ven que ellas no son capaces de hacerlo. Podían haber pensado además que allí estaba montada la guardia romana, para evitar el robo del cadáver, y que era inútil acercarse. Sin embargo, allá las está empujando el amor al querido Maestro.

Pero, antes de que ellas lleguen al sepulcro, ha pasado algo espectacular. Todavía entre sombras y antes de que despunte la aurora, mientras los soldados montan la guardia, baja un ángel del cielo, fulgurante como un rayo y con vestiduras de blancura cegadora, echa a rodar la enorme piedra de la entrada, se sienta sobre ella, y ante aquel espectáculo insólito huyen aterrados los guardianes que allí ha colocado Pilato a petición de los jefes judíos.
¡Mal les ha salido a éstos la jugada, y han caído en su propia trampa!

Entre tanto, el Ángel sigue allí esperando. Porque no pueden tardar en venir los amigos de Jesús. Antes sonreía el mensajero del Cielo ante el terror de los guardias. Ahora sonríe con cariño grande ante las espantadas mujeres, a las que se dirige con aires de júbilo:
– ¡No tengan miedo! Sé que buscan a Jesús el crucificado. ¡No está aquí! ¡Ha resucitado! Acérquense y vean el lugar donde lo habían colocado. Y vayan corriendo a decir a los discípulos que el Señor ha resucitado y que va delante de ellos a Galilea. ¡Allí lo van a ver!

En el Evangelio de la Misa del día podemos escuchar cómo Pedro y Juan, habiendo oído a las mujeres, echan a correr por las calles de la ciudad aún medio desiertas.
Corren fuerte los dos, pero Juan, más joven, le gana la delantera a Pedro, llega el primero, aunque se detiene respetuoso hasta que llega el mayor. Entran los dos en la cámara sepulcral, ven los lienzos con el sudario sobre la losa y las vendas tiradas por el suelo…., pero, ¿y el cadáver? ¿Dónde está?
Juan le asegura a Pedro:
– Sí, aquí colocamos al Señor después de amortajarlo; éstas son la sábana y las vendas compradas por José de Arimatea, pero el Señor no está. No lo dudemos: ¡el Señor ha resucitado!, como él nos decía…
Juan que nos lo relata, él mismo nos lo asegura:
– Cuando vi aquello, creí. Hasta entonces no había entendido las Escrituras, que Él tenía que resucitar de entre los muertos.
Después se nos van a contar las otras apariciones del Señor a los discípulos, cargadas todas de emoción, a pesar de que al principio sólo son dudas, temores y miedos a que todo sea una ilusión.
A las mujeres las tienen por locas…
Los dos de Emaús parecen más serios, pero tampoco se les cree a la primera…
Los apóstoles se encierran por miedo a los jefes judíos…
Pero al fin, convencidos de que es cierto, que Jesús vive, que es Él, ¡Él mismo! quien se les aparece…, se rinden ante la realidad del Resucitado y son los testigos que no tendrán miedo a nada ni a nadie, cuando digan: -¡El Señor resucitó, y nosotros somos sus testigos!…

Todos sabemos lo que significa la Resurrección de Jesucristo para nosotros.
Si para el Señor es su triunfo total y no habrá guapo, ni jefes judíos, ni Pilato, ni verdugos que lo atrapen para crucificarlo de nuevo, para nosotros es la seguridad de nuestra fe, la prueba más contundente, la razón suprema por la que creemos todo lo que el Señor dijo.
– ¿Cristo no resucitó?, pregunta incisivo San Pablo. Y se responde: -Entonces nosotros somos la gente más necia que existe, porque ese Cristo nos engañó como a unos miserables.
– Pero, ¿Cristo resucitó?, sigue preguntando triunfalmente el Apóstol. Entonces es cierto todo lo que creemos, y tenemos en Cristo la garantía y la primicia de nuestra propia resurrección. Ya puede venir la muerte cuando quiera: ¡la venceremos! ¡la derrotaremos! ¡nos reiremos de ella! ¡nos escaparemos de entre sus garras!…

Ya ahora, los cristianos vamos proclamando por el mundo nuestra fe en Cristo y en el hombre.
Puesto que Cristo resucitó, el hombre está llamado a la resurrección.
El mundo redimido tiene que conformarse con el Señor Resucitado. La tristeza provocada por las estructuras injustas y de pecado, no se compagina con la alegría pascual.
La resurrección del mundo entero es una exigencia de la Resurrección de Jesucristo.
No puede ser que el mundo viva en la muerte de la injusticia, de la inmoralidad, de la muerte, del egoísmo, del desamor, de tantas muertes físicas y morales, cuando el Señor nos ha abierto las puertas de la vida, de toda vida que viene de Dios y ha sido restaurada por el Señor, vencedor del sepulcro.

¡Aleluya, Señor Jesucristo!
Te felicitamos por tu resonado triunfo.
¡Aleluya!, nos repetimos con esperanza firme nosotros.
¡Aleluya, Señor! Hoy lo entonamos en la Tierra; mañana lo cantaremos en el Cielo…

P. Pedro García, CMF.