Jesús había resucitado. Durante muchos días va multiplicando las apariciones a los apóstoles para confirmarlos en la fe de su Resurrección y para darles los últimos detalles sobre la misión y constitución de la Iglesia.
Entre todas esas apariciones, la de hoy reviste una importancia singular.
Pedro les dice a sus compañeros del lago:
– Me voy a pescar esta noche. ¿Quieren venir ustedes también?
– ¿Cómo no? Contigo que nos vamos.
Y en toda la noche no agarran ni un pescadito. Al amanecer, desilusionados, se retiran hacia la orilla, y oyen al desconocido:
– ¡Eh, muchachos! ¿Traen algo para desayunar?
– ¡Nada! Esta noche no ha caído nada.
-¿Cómo es eso? Echen la red hacia la derecha, a ver si cae algo…
¡Vaya que si cayó algo! Una cantidad enorme de grandes peces que reventaban la red y no la podían ni arrastrar. Uno de los de la barca, Juan, el discípulo más querido de Jesús, intuye y adivina:
– Simón, ¡es el Señor!
Pedro que lo oye, se lanza al agua sin más, atraviesa nadando los cien metros que le separan de la orilla y espera junto a Jesús que los demás arrastren la red cargada con tal botín.
Preparan unos cuantos peces asados sobre unas brasas y almuerzan todos felices en torno al Maestro querido.
Acabado el improvisado y simpático banquete, Jesús se dirige a Pedro:
– Simón, ¿me amas?
– Señor, tú sabes que yo te quiero.
Siguen todos hablando animadamente, cuando Jesús repite la misma pregunta:
– Simón, ¿cierto que me quieres?
– Señor, tú sabes que te quiero.
Un tercera vez la misma terrible pregunta:
– Simón, ¿de veras que me quieres?
Pedro se pone triste. La triple negación de aquella noche, tiene que ser reparada con una triple protesta de amor. Y Pedro responde humilde, sincero y con toda el alma:
– ¡Señor! Tú lo sabes todo. ¡Tú sabes que yo te quiero!
Jesús lo mira complacido, y le encarga:
– Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
Le dirige también una invitación a la generosidad: -¡Tú, sígueme! Sígueme hasta donde yo fui. Hasta la cruz. Porque darás tu vida por mí, en servicio de mi rebaño.
Jesús cumple la palabra que un día dio a Simón:
– Eres Pedro, eres roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia.
Hoy le confiere el primado sobre toda la Iglesia, sobre los fieles y sobre los demás pasto-res. Pedro, y su sucesor el Papa, conducirá, gobernará, y pastoreará la Iglesia, rebaño de Cristo.
Esta última página de Juan es uno de los Evangelios más ricos y más importantes.
Juan lo escribe en las postrimerías de su vida, cuando ya la Iglesia es una institución, bastantes años después que había muerto Pedro crucificado en Roma y había tenido ya varios sucesores en el pontificado de esa Iglesia madre.
Nosotros podemos fijarnos ahora en el Jesús y en los otros detalles cargados de significado, que nos presenta esta página última de Juan.
Un Jesús lleno de amor, de bondad, que está ya en el Cielo, pero que no halla manera de desprenderse de los amigos a los que tanto quiere, y a los que visita de un modo tan familiar y tan cordial.
Una barca, la de Pedro, símbolo de la Iglesia. Guiada por su patrón, que hace las veces de Jesús, es la encargada de llenar la red con hombres de todo el mundo, llamados a la salvación. ¡Y cómo se va llenando la red cada vez más! ¡Hay que ver cómo la Iglesia crece y se multiplica con hombres de toda raza y pueblo y lengua!…
Una misión, que no corresponde sólo a Pedro, aunque él lleve el mando, sino que nos toca, como un compromiso, a todos los que nos sentimos Iglesia, porque todos queremos ser apóstoles de Cristo.
Un primado, el de Pedro, el del Papa, conscientes de que donde está Pedro está la Iglesia, está Jesucristo. Por eso, la fidelidad a nuestros pastores en comunión con Pedro es fidelidad a Jesucristo. Y por eso también, separarse conscientemente de Pedro es ser infiel a Jesucristo.
Una ley, la del amor a Jesucristo, para todos los que queremos trabajar por los demás. Al amar a Jesucristo, Él nos lanza al apostolado. No hay apóstol que no ame a Jesucristo; y quien trabaja sin un gran amor a Jesucristo, amor que lleva hasta el sacrifico, no ama ni es apóstol más que de nombre.
¡Señor Jesucristo! Tú, pescador de otros lagos, acrecienta en nuestras almas la sed de eternidad.
¡Señor Jesucristo! Amigo bueno, que nos amas, haznos compartir siempre el banquete de tu amor.
¡Señor Jesucristo! Pastor supremo, guárdanos en tu redil, fieles a tus Vicarios en la Tierra.
¡Señor Jesucristo! Que en la barca de tu Iglesia, lleguemos hasta ti cargados con multitud de hermanos, conquistados para ti…
P. Pedro García, CMF.